Mi primera impresión de Oporto fue, ¿cómo es posible que haya tardado casi cincuenta y cinco años en visitar esta maravillosa ciudad?
Siempre ha estado a menos de cuatro horas en coche, este sitio donde llevan desembocando las aguas de las tormentas que pasan por la puerta de mi casa de Cardeñosa, las aguas de mi río Adaja de Ávila, las de mi Tormes de Salamanca, las de mi Duero de Zamora... todas fundidas, se vienen a unir al mar en este monumental lugar.
Una ciudad muy bien labrada de granito, que es mi mineral: la piedra de la que vivió todo mi pueblo, de la que mi padre cobra su jubilación. ¿Cómo podía yo haberla desconocido hasta ahora?
Portugal es un país unido, lo cual para este español de 2019 un poco abrumado por las banderas autonómicas, por las identidades que pujan por lo suyo, por poner fronteras, por desentenderse... es motivo de envidia. Además, la mayoría de los portugueses quieren entenderse con nosotros, muchos hablan muy bien nuestra lengua y, aunque sus principales batallas históricas fueron contra nosotros, nos llevamos muy bien en esta península compartida. Muchas empresas españolas venden en Portugal. La mayoría de los productos que yo compro en Béjar están escritos en nuestras dos lenguas.
Oporto nos ha resultado estos días un lugar luminoso, narcisista, festivo, y lleno de grúas ce construcción, es decir, todavía entusiasmado por el futuro, abarrotado de turistas que han gozado de su arte acumulado, de sus músicas callejeras, de su olor a sardina rebozada, de su maravillosa repostería. Todo mucho más grande y bonito de lo que me había imaginado.
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