Es una novela del dominicano Pedro Vergés (parece que escrita, premiada y publicada en España en 1980), que yo tenía hace años almacenada en mi biblioteca. Por azar la encontré después de merendarme en tres días “La Fiesta del Chivo” de Vargas Llosa y tres semanas se me ha dilatado la lectura de esta otra. Esperaba una continuación de aquella vertiginosa y apasionante lectura porque precisamente cuenta la vida de unos seres incapaces de superar la grave crisis psicológica y política en la que está sumido su país tras las dictadura de Trujillo. (1)
Ciertamente la novela carece del pulso de las jornadas que rodean al asesinato de Trujillo. Es, por ello, decepcionante para las expectativas con las que bendije mi suerte de poseer este libro y voracidad con la que me lancé a sus letras. A ratos me pareció lenta como un culebrón sumido en una calma sin viento, de las que atrapó a la flota de Colón en su viaje a América.
Me parece que no se sabe muy bien a qué isla del Caribe llegó Colón, pero una de las hipótesis es que fuera Santo Domingo. Por eso traje este ejemplo y porque yo también creo haber llegado a la verdad de Santo Domingo (y otra vez más, a la de los vapores narcóticos que las expectativas generan en la vida en general)
Después de la salida de los Trujillo de Santo Domingo no pasó nada. Aquí cito a la filosofía de mi admirado José Mota en sus momentos muertos de la historia. La gente siguió viviendo igual de mal.
En esta novela no se han levantado todavía las sanciones de la comunidad internacional a la República Dominicana, algunos de los antiguos caliés (paramilitares trujillistas) se han reciclado al ejército o a la policía, y la gente sigue vegetando entre la pesadez del calor y la pesadez del sexo que mezcla la determinación de la promiscuidad de las carnes jóvenes con la hipocresía y el cálculo de las viejas generaciones, que interfieren y destruyen esas alegrías.
Es esa sensación penosa de que las mentalidades no cambian por un golpe maestro, ni por un baño de sangre.
La novela sirve para reafirmar que sólo la persistencia, el trabajo constante: apretar los dientes, mirar al suelo y avanzar sin levantar la vista, como bestias de carga, todo sostenido en el tiempo, lo que –en generaciones- cambia las situaciones económicas y sociales.
El mensaje implícito de mi tardanza exasperante en leer este libro, que no voy a condenar porque está bien escrito (y se agradece que no tenga muchos caribeñismos) y es sincero. Trae una sabiduría y me ha apuntalado conceptos que he aprendido bien navegando contra la inercia y la molicie en la que transitan sus historias.
Las conclusiones de los personajes de la escasa acción son que la vida dominicana postrujillista se aletarga en un tedioso suspenso, algunos (el autor no; además está escribiendo veinte años después) fían en las siglas de los partidos recién llegados y las promesas de trabajo y prosperidad que traían. Otros sólo esperan en la emigración, en el extrañamiento de aquella realidad. El autor, no sé si queriendo o sin querer, nos lleva a la conclusión de que su país es una tierra maldita. (sucede que la única iniciativa empresarial nueva, a pesar del empeño y la dedicación se frustra y no sabemos por qué).
Me da la impresión de que Pedro Vergés, que en esos años vivía entre España y Francia, ajusta cuentas con su propia situación y justifica su propio extrañamiento de la realidad dominicana.
El título es un gran acierto. No dudo de que el libro refleja con acierto aquellos años de transición a lo mismo (o casi). La prueba es que hace pocos años aún seguía el incombustible y pesado Joaquín Balaguer.
(1) tomado de la contraportada del libro,
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