Había dormido poco, ya sabéis que la responsabilidad y las músicas me acosaban, y que tuve que relajarme escribiendo sobre mis tribulaciones.
Y llegó la hora del concierto.
Ataviado para con pantalón y camisa negros, (la camisa es la más cara que nunca he vestido, -pero efectivamente es muy bonita y su tela suavísima-) y, con tiempo sobrado para no sudarla, me dirigí con mi hija andando hasta la plaza mayor de la ciudad, donde está la iglesia de El Salvador.
Pero antes, en nuestro local de ensayo, vivimos un momento extraordinariamente carismático, casi ceremonial: la coral, con una concentración que nunca sospeché tras asistir a cinco ensayos, se dejó dirigir como si fuera una secta en el calentamiento de voz. El aire se serena. Incluso calentamos el cuello e hicimos ejercicios de respiración aleteando con los brazos. Si yo no hubiera estado poseso de aquel ambiente, puede que me hubiera entrado la risa. Pero no. Todos los coralistas confiaban su ansiedad a la orden de la mano y la voz de la directora, como si fuera un líder guerrillero al asalto. Y esa mujer -se llama Cari Argente- sabe.
Después marchamos a la iglesia, allí iba a ser. Últimos retoques parciales; primero el coro, después se nos unió nuestro pianista. La gente empezó a entrar en la iglesia, era cuarto de hora antes. Todos menos yo sabían que cuando esto sucede se termina el ensayo, y nos retiramos. Pareciera que nos escondimos en la sacristía. Allí pocas palabras, algunos seguían calentando o se daban retoques en su indumentaria.
Se habla menos, se masca la tensión.
Alguien mira al reloj: es la hora. Nos ponemos en fila. primero entran los bajos y después los tenores, todos vamos al escalón de arriba; después las contraltos y sopranos, que se ponen delante de nosotros. Por último entra la directora, ya envuelta en aplausos. Muy aplomada, se da la vuelta y pasa la mirada por todos los componentes. Nos lanza una sonrisa experta que transmite confianza.
Atacaremos primero el Ave María de Jacob Arcadelt. La directora nos da a cada cuerda la nota por la que empezaremos. Cada cuál la conserva como puede, quedándose con un runrún. Comienza. Me acoplo, estoy flotando con más certidumbre que incertidumbre. ¡Qué bien suena esta música en la iglesia! voy leyendo, cantando y mucho antes de lo previsto y sin incidencias, estamos llegando a la meta. La coral sostiene la última nota hasta que la directora resuelve; ya tiene preparada la sonrisa con la que se volverá hacia el público. Estallan los aplausos. Yo quiero aplaudir también, es mi hábito; pero me contengo, sonrío, miro un poco al público mientras busco la partitura siguiente.
Cada canción va discurriendo como los ataques de un partido de baloncesto que terminan en canasta. Alguna vez pareció que nos robaban el balón a los tenores. Tuvo que ser “Judas”, pero en la repetición ya nos entonamos y encestamos el tema.
Todo discurría con una ligereza que a mí se me hacía extraña. Son cinco ensayos que llevo repitiendo, parando, viendo recibir al coro advertencias y señalamientos, sintiéndome concernido y apremiado. ¡Qué leve es pasar de una obra a otra!, esas mismas, que a veces nos llevaban veinte o veinticinco minutos, ahora vuelan, envuelven el ambiente; además, la gente nos aplaude al terminar.
Llegan los espirituales. Un relajo, me sé las melodías de memoria. Nos movemos, acompañamos a los solistas. Miro al público, trato incluso de distinguir quién está en la iglesia.
Van quedando atrás los escollos, llega un momento en que el pianista se sienta al teclado para acompañarnos al final. Así es mucho más fácil, basta con escucharle para no desafinar. Sigo gozando.
Como no hay programa, antes de la última, la directora da las gracias al público por su asistencia y atacamos la canción más alegre de todas, se llama Adoramus te. Yo ya estoy completamente relajado y canto sin preocuparme de las notas, como si me la supiera de memoria. Estoy flotando y la música y la alegría de haber aprobado este examen me posee, no levito pero soy un par de centímetros más alto y no quiero que el concierto acabe. Inevitablemente acaba y la gente estalla en aplausos más fuertes, alguien incluso se pone de pie para aplaudir, contemplo el triunfo con una sonrisa orgullosa, y orgulloso de pertenecer a este equipo. Hacemos varias inclinaciones, todos estamos sonriendo, el público también sonríe agradecido. Salimos en fila, detrás de la directora, y en la sacristía ya estamos liberados, hermosos, felices, algunos comentan quien ha venido. Uno siente importante, y que todo lo invertido ha dado su fruto. Es mi primera paga de aplausos. Ahora me haré adicto a las tablas.
Juan, gracias por tu escrito, es muy agradable sentirte entusiasmado con el grupo. Me he tomado la libertad de compartirlo en Faceboo para los demás coralistas. Hasta el Jueves!
ResponderEliminarCari