La mayoría de mis lectores no sabéis que yo escribí una novela, que en el último lustro del siglo XX me urgía redimirme social y económicamente, triunfando en un concurso y hablando en la radio y en la televisión de mi obra. Antes fui con el coche a Madrid a comprarme un ordenador y la impresora más barata: una Epson de agujas sin alimentador, que imprimía lentamente y con un endiablado ruido.
Con ellos iba a escribir e imprimir mi novela redentora. Me puse a ello. El objetivo era el premio Nadal de 1998.
A la vez que la escribía, contestaba mentalmente a las entrevistas que me harían relacionándome con tan señera fecha y los grandes autores vinculados a ella. Traté de documentarme buscando aspectos cultos que la enriquecieran para que no fuera todo sentimiento y "alta" literatura. Pero dejé de leer otras cosas "que me distrajeran" para no perderme. Este aislamiento fue una funesta burbuja, si uno no tiene mucho criterio está bien regarse periódicamente con los resultados de lo que otros han hecho.
Después de imprimir y mandar fotocopiar los cinco ejemplares reglamentarios. introducir el sobre lacrado con su correspondiente plica, e ir a Correos a enviar el paquete, me puse a esperar y a soñar en una llamada telefónica. Entonces no había teléfonos móviles. Miré el aparato de mi casa tantas veces..., pero nunca sonó. El 6 de enero de 1998 le dieron el premio Nadal a una escritora hoy célebre: Lucía Etxevarría. Inmediatamente leí -aviesamente- su novela anterior para concluir que escribía como un "camionero con tetas" y autosusurrarme que claro: habían encontrado una escritora provocadora para satisfacer a un segmento del mercado. Nunca más he leído nada de esa mujer, a pesar de que abundan sus obras por los suelos que yo compro. Me aplico el capricho rabioso, y seguramente injusto, de prescindir de ella.
Pero no me di por vencido. Para el año siguiente anunciaban la reanudación del premio Biblioteca Breve, cuya última edición era de 1972, y que ganaron en los sesenta Vargas Llosa, Cabrera Infante, Carlos Fuentes...
Para el 99 lo ganaría Mayo Garcinuño. Revisé mi obra y volví a imprimirla, fotocopiarla y enviarla. Cada envío le costaba a los bosques y a mi bolsillo aproximadamente 1.250 folios.
Pero también en los primeros días de 1999 decidí "escaparme de casa" con 34 años. Elegí Zaragoza, donde terminé trabajando en una fábrica de jamones. Allí no tuve tantas esperanzas pero seguí y me enteré por la radio que el premio lo ganó un mejicano, Jorge Volpi, cuatro años más joven que yo, con un currículum amplísimo y que residía en Salamanca donde se doctoraba en filología hispánica. No tuve tiempo de leerle y sí de aborrecerle solo porque había encauzado su vida hacia lo que yo no podía ser ya. "Claro: con ese currículum ¿cómo me lo iban a dar a mí?
No sé cuándo, pero hace bastante tiempo compré su libro a un euro. Al empezar a leerlo hace una semana, enrojecí. Me dio vergüenza retroactiva haber pretendido competir contra un profesional tan limpio, tan concienzudo, tan enjundioso, tan eficaz y elegante en el lenguaje y además, tan capaz de superarme en intensidad y "alta" literatura. El libro contiene además una historia comestible, muy estudiada. Mucha ciencia digerida y regurgitada para satisfacer al lector más exigente, (quizá abusa un pelín). El caso es que yo, aún hoy 18 años más adelante, no me siento capaz de emprender una obra tan ambiciosa.
En busca de Klingsor me ha satisfecho y la recomiendo hasta tal punto que me extraña mucho que este hombre no esté más en boca de todos como uno de los grandes (aunque con los literatos que andan por los 50 años pasa como con los guitarristas: hay muchos y muy buenos por todas partes).
La obra tiene 440 hojas, la mía andaría por las 250. No sé por qué me obstino en seguirlas comparando.
Es muy interesante, se lee muy bien y se aprende mucho con ella. (y yo la buena lección que os cuento)
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