EL CLUB DE
Mi tío Inocencio, como también lo había sido mi abuelo, fue un
vendedor de raza, un maestro en la palabra exacta para mejorar la apariencia,
un prestidigitador de deseos. Fue por esto su carácter no pudo soportar bien la
proliferación de supermercados
autoservicio, ni de grandes almacenes, donde las mercaderías se venden o se
desvenden solas, dejando arrinconado el arte milenario de mediación interesada
entre las cosas y las gentes.
Estos establecimientos habían sido
la principal causa de que se tirara al monte que todavía quedaba sin ajardinar
por el marketing directo y las cadenas franquiciadas; así, se hizo
representante comercial. También es que le gustaba viajar: no puedo olvidar las
impresiones que conseguía recrear en mí con aquellas narraciones del olor al
aceite de almazara impregnándolo todo al cruzar en enero la provincia de Jaén,
ni las imágenes de cuento de los hayedos navarros que, entre su colorido
otoñal, no cesaban de destilar el agua más limpia; ni el estampado geométrico
de los viñedos de La Mancha ,
que desafiaban con sus ramas de hojas verdes al sol inclemente de julio.
Mi tío era un hombre simpático,
ordenado y limpio en grado sumo; manejaba la plancha con la misma destreza que
mi madre y, con el peine mojado en agua, esculpía, más que ordenaba, sus
cabellos. Se ateclaba no desde una verdadera convicción interiorizada de la
higiene o de la elegancia, sino como una exigencia de su profesión; y es que se
consideraba a sí mismo como un mismo todo dentro de la exposición que lleva a la venta. Esto, a
pesar de que en su concreta actividad económica -representaba brocas y
esmeriles, discos de radial, y piedras de pulir- seguramente no se precisaba de
tanta pulcritud como él empeñaba.
En
sus andanzas fue coincidiendo con almas gemelas que se habían lanzado como él a
la carretera, a vender a las tiendas aisladas de cadenas y catálogos
uniformizadores. Así trabó amistad con Don Aniceto Torrent, representante de
Lencería y Corsetería de Sederías Tarraconenses; y con Mauricio Bachiller,
delegado comercial de Calzados de Albacete.
Como sus intereses mercantiles no colusionaban
en ningún aspecto, decidieron asociarse como demandantes para constituir un cártel de presión a
hostales y restaurantes. Negociando en conjunción, podían obtener más bajos
precios a cambio de mejores servicios.
La amistad siguió profundizando
entre ellos; así, para evitar ser robados, también se ayudaban a poner a salvo,
subiendo a sus habitaciones, los muestrarios; que no sólo eran valiosos en sí,
sino que su eventual robo hubiera supuesto la pérdida adicional de días de
trabajo, al tener que acudir de nuevo “a fábrica” a reponerlos. (Lo cierto es
que el que ayudaba era Mauricio Bachiller, que no tenía que temer ningún robo,
salvo los que pudieran venir de amputados de pie izquierdo, ya que todos los
zapatos que portaba eran del pie derecho y así lo rezaba el disuasorio cartel
puesto en letras muy gordas en ambos lados de su furgoneta: “CALZADOS DE UN
SOLO PIE”).
Dado que en los tres compañeros la profesión
coincidía con la vocación, las conversaciones del fin de jornada
ineludiblemente versaban en torno a las anécdotas y prácticas del trato
comercial. Como vieran que el resultado de este diálogo estaba produciendo trasvases provechosos de tácticas y tretas -
que fructificaban en incrementos de sus carteras de clientes y de sus cifras de
pedidos- decidieron institucionalizarlo creando un club profesional de
retroalimentación de prácticas comerciales. Cada socio en su habitación, los
lunes, martes y miércoles, haría una teatralización para los demás de su
presentación y venta; los otros
actuarían como clientes poniendo objeciones propias, y también las de la
idiosincrasia del lugar que estimaran oportunas. Sus técnicas y maneras
prosperaron tanto que ya empezaban a percibir como los comerciantes minoristas,
estando ya convencidos de que iban a comprar, les dejaban seguir, recreándose
con su arte, quizá sólo por placer o pero más probablemente también apuntando
mentalmente esas tácticas para, a su vez, reproducirlas ante sus compradores.
Los
miembros del club llevaban tiempo coincidiendo con un representante de jamones
y embutidos de Calamocha llamado Juan Chamorro. En poco tiempo, se produjo la
inevitable aproximación del club a él y de él al club. Se frotaron la manos:
con un cuarto viajante las negociaciones del paquete de servicios con cualquier
hostelero podrían llegar casi hasta la extorsión.
Como no podía ser de otra manera,
también fue invitado a participar en el club de la excelencia vendedora. Ya el
primer lunes, día en que correspondía la
representación de Aniceto Torrent, todos se felicitaron de la incorporación.
Habían encontrado otro socio ideal: celebraban
cada objeción o matización del neófito, entrecruzando asentimientos, guiños
y miradas cómplices que venían a decir:
“buen fichaje” “sí, éste es de los nuestros”.
El martes, el día de mi tío, sucedió lo mismo,
pero el miércoles a Juan Chamorro empezaron a notarlo ansioso, más tenso en sus
apreciaciones, sin duda responsabilizado ante su representación del día
siguiente; quizá temeroso de que sus
observaciones críticas de ese día pudieran volverse contra él en su debut. Pero
los fundadores esperaban con interés al jueves para ver qué matices podía
aportarles la exposición de las virtudes chacineras del muestrario del
turolense.
Pero esa noche Juan Chamorro les recibió en su habitación consternado
por un suceso que le había sido relatado, y, que a su vez repitió a los demás
con una narración tan cautivadora y profusa, que hizo que se extendiera a lo largo de una hora, dejando a la
concurrencia completamente exhausta y sin ánimos para escuchar la proyectada
exhibición comercial.
La
desgraciada historia versaba sobre un accidente de tráfico en la niebla,
sucedido en la provincia de Orense. Un pequeño derrame de aceite hizo resbalar
a un coche que bajaba una cuesta hasta hacerlo chocar levemente con la valla
quitamiedos. Medio minuto después otro coche, que no llegó a chocar, se detuvo
a auxiliarle advirtiendo del peligro que entrañaba permanecer allí. En ese
momento, los dos conductores escucharon aterrorizados el motor de un camión que
seguramente se venía hacia ellos. Sin dudarlo,
saltaron la valla quitamiedos, con la desagradabilísima sensación última
de que sus pies no hallaban un talud de
tierra, ni siquiera un terraplén de piedras, sino un enorme vacío de veinte
metros, que terminaba en la ribera de un arroyo, donde estrellados sus cuerpos
desconocidos, estuvieron dando alaridos y lanzando espasmos por diez segundos más,
hasta su colapso definitivo. Entretanto, el camión, al tener mayor superficie
de ruedas y por tanto de agarre, había logrado detenerse sin demasiados
problemas. El camionero señalizó la zona para evitar nuevos choques, pero no
entendió qué hacían allí dos coches abandonados encima de un viaducto, hasta
que, ya producido un atasco y retirada parcialmente la niebla, alguien adivinó,
abajo en el arroyo, dos cuerpos entrelazados.
Lo que más pesar les causó a los viajantes fue que, a los efectos del
seguro de accidente, serían considerados como suicidas y sus familias se
quedarían desamparadas y sin indemnización.
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