Cardeñosa, mi pueblo, está 12 kilómetros al
noroeste de Ávila. Por su término municipal pasa el tren que lleva a Salamanca.
Fuera de lo relacionado con el ferrocarril en la guerra no pasó casi nada: cayó en el bando
nacional, muy lejos de los frentes, y alguno de sus vecinos murió combatiendo; forzoso, porque no se conoce que hubiera falangistas de primera hora. También hubo
italianos alojados -un amigo mío conserva un juego de cubiertos de campaña que
dejaron en casa de su abuela- y dicen que algún alemán (la Legión Cóndor
improvisó un aeródromo en la cercana Ávila)
También nos trajeron a fusilar a los terraplenes del tren a tres hombres:
probablemente un factor de la vecina estación de Mingorría, y gente de San Esteban de los Patos, donde dicen que les acusaron de sabotear un tren, aunque vete tú a saber. Los
cadáveres me han contado que fueron llevados al cementerio en el carro de Tío Heraclio. Se les enterró sin cruz ni señal, en la tierra llana. A principios de los 70, los niños jugábamos con los huesos amontonados en el ciprés de la izquierda que alguien había desenterrado para hacer alguna tumba nueva y legal.
No sabía yo, con seis u ocho años, que me iba a dedicar a la memoria histórica.
No sabía yo, con seis u ocho años, que me iba a dedicar a la memoria histórica.
Panorámica de Cardeñosa desde el camino al ferrocarril Foto: Javier García Sáez
Pero también desde el ferrocarril, hubo esta:
¡ALARMA!
Disparos desde el tren
empezaron a zumbar hacia el pueblo.
-¡Es la guerra!, ¡estamos en
guerra!.
-Habrán llegado los
rojos.
Era muy poco probable. El convoy viene de Salamanca y por ahí no manda la República; está el
cuartel general del Franco. Antes llegarían por Ávila, o subirían de Zorita. El
tren se ha ido pegando tiros. Una bala ha dado en la puerta de madera de la
casa de Tío Catruche; esa casa con arco de piedra donde la tradición dice que
paró el infante Alfonso en 1468
a comerse una trucha envenenada y morirse.
El balazo se ha quedado incrustado
en un tablón de la puerta, pero el ruido del miedo ha traspasado todas las puertas y
todas las paredes. Algún valiente sale a buscar sus vacas para que no se las
quiten. Los soldados, sean amigos o enemigos, siempre traen hambre de rapiña y no reparan en
daños.
Las mujeres: ¡todas quietas
en casa! que el enemigo no respeta a viejas ni a niñas.
El tren se ha ido. Los
ecos de los tiros se desvanecieron antes de que se metiera por el túnel.
Algunos hombres resueltos se van juntando. Puede que haya que luchar; a lo
mejor sólo dar una batida.
El tren venía de Salamanca, así que es de nuestro
bando, eso seguro; entonces los malos han de estar en el pueblo. Hostigadores,
saboteadores, guerrilleros…, una avanzadilla como la que se tropezó Onésimo
Redondo en Labajos (Segovia) y le mataron.
Dicen
que Tío…, que sabe que estaba señalado por no querer ser de la "casa del
pueblo", se ha marchado a
esconderse en la Lobera
llevándose un Jamón a las costillas, para, por si acaso, aguantar un par de
semanas.
-Hay
que buscar si se nos han colao el enemigo en el pueblo como ratas. El que tenga
escopeta o pistola que la traiga.
Se
corren las voces hacia la plaza, donde reúnen horcas, hoces y guadañas; las
armas de fuego las ha requisado la Guardia Civil en los primeros días del
alzamiento.
Pero
todo ya está tranquilo. El tren se fue a escape, disparando, y dos soldados
bajan de la estación asustados.
-¡Viva
Franco! ¡Arriba España! ¡Viva Cristo Rey! son las improvisadas contraseñas que
se cruzan en son de paz. La partida de armados, capitaneada por el alcalde, y los
soldados que bajan de la estación, se encuentran recelosamente. Pero las armas
están bajas. Los reclutas se explican muy atropelladamente:
-Tenemos que llegar a Ávila, a juntarnos
con nuestra unidad, nos pueden arrestar, nos pueden hacer un consejo de guerra,
nos pueden fusilar por desertores, necesitamos que alguien hable en nuestro
favor. ¡Por Dios ayúdennos!
-¿Cómo?
-Nosotros sólo bajamos a hacer del cuerpo. Se
lo juro por mi madre. El tren se había parao en la estación y a alguno le entró
el apretón. A los primeros que bajaron a tirar los pantalones les dio tiempo a subir. Yo, ¡maldita sea! me
animé tarde porque el tren todavía seguía parado. Por culpa de los primeros a
nosotros también nos entraron ganas de cagar y no nos aguantamos, y bajamos, pero el tren arrancó; y corrimos, pero
no paraba, nos quedábamos atrás. No se nos ocurrió otra que tirar un tiro al
aire para que se detuvieran. Pero los del tren habrán creído que disparaban desde el
pueblo y han respondido.
-Pues buena la habéis armao.
-Sí, porque ahora vendrán desde Ávila a ver
qué ha pasao y lo menos que nos caerá será un arresto, o un batallón de
castigo, o quien sabe si el paredón, porque estamos en guerra. ¡Dios mío!
-Señor alcalde, ¡ruegue por nosotros!
-¡Venga que rogaré!, pero antes terminad de tirar los pantalones o lavaros en ese pilón, que todavía oléis mucho a cagao.
Los reclutas tardaron en cagar a gusto su miedo pero, en
pocas horas, Cardeñosa se fue aliviando de esa cagalera que entró a todos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario