Me voy
haciendo un año más viejo cada otoño. Ya irremisible, frustradas literariamente
mi juventud y mi madurez, acabo de mentirme:
“qué bien escribe este muchacho”. Pero no es un muchacho Julián Herbert,
un mejicano de 42 años que ganó hace un par de años el premio Jaén de Novela.
Nadie es un muchacho a los 42 años si Franz Schubert murió a los 31 en la más plena
madurez que pudo alcanzar artista alguno a cualquier edad. Lo que pasa es que yo
quiero ser todavía una promesa y si leyendo siempre he competido con mis coetáneos,
todavía más con los “muchachos” de 42 años.
Encontré
de segunda mano este libro; reciente, nada manoseado y con una gran foto en la
portada, lo cual no era un buen augurio. Cuando leí en la solapa que el autor es
mejicano ya empecé a tomar interés, y releí el estupendo título Canción de
tumba, que resulta una bien hallada
antítesis con la “canción de cuna”, y, efectivamente, es su reverso amargo.
Ambos
son tiempos perdidos por la razón y la economía, enredada
en las engorrosas fases anales de la vida. No me cabe duda de que es
autobiográfica la narración de los trajines hospitalarios incomprensibles, o
directamente absurdos en los que se manejan los cuidados paliativos, que si lo
es toda medicina, más aún la inminente
a la muerte. El autor ha tomado nota literaria intentando llenar su tiempo muerto al borde
del lecho de su madre, donde aprovecha para repasar sus vidas, tratando ser
justiciero y literato a la vez. Para que la narración sobreviva al tedio,
Herbert se mete los dedos en la garganta para excitar hasta la última inverosímil
bilis de tóxico estomacal, en esta borrachera de vida y muerte. Y parece realísima,
en muchos momentos, pareciera hasta vengativa hacia su madre esta exhibición de ropa
sucia y zurrapas. Todo sea por la literatura, que me anticipo a decir, gana
esta batalla, aunque entiendo (y agradezco a quien lo hizo) que haya personas que dejen el libro por las arcadas
que les pueda provocar el continente y el contenido.
Para
sacarnos del olor a heces y hospital, el autor
nos cuela de matute, a la manera del Quijote, narraciones sobre
experiencias en congresos berlineses y cubanos de poesía, y otra, que es tan real
como varias que yo he vivido y, obviamente, la que más me llegó: una
entrevista de encargo sobre la memoria histórica de un episodio de la multípara
violencia mejicana, con un viejo testigo. El hombre no quiere hablar de ello y se aprovecha de tener un escuchante para desahogar su soledad con el típico rollo
del viejo solitario, pero en dos pinceladas al margen, lo hace comprender todo.
La
novela agradece esas vistas hacia fuera de la habitación, (y yo sobre todo esta
última, que “es mía”), que pudieran hasta haber sido motivadas por el fin de completar el
número de folios necesario para cumplir las bases del concurso.
La novela
está muy bien rematada y arranca mis aplausos y que me descubra en su vuelta al
ruedo. Aunque me arrincone en la vejez este muchacho.
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