viernes, 4 de octubre de 2013

LA FRUSTRACION DE LA VEJEZ


Me voy haciendo un año más viejo cada otoño. Ya irremisible, frustradas literariamente mi juventud y mi madurez, acabo de mentirme:  “qué bien escribe este muchacho”. Pero no es un muchacho Julián Herbert, un mejicano de 42 años que ganó hace un par de años el premio Jaén de Novela. Nadie es un muchacho a los 42 años si Franz Schubert murió a los 31 en la más plena madurez que pudo alcanzar artista alguno a cualquier edad. Lo que pasa es que yo quiero ser todavía una promesa y si leyendo siempre he competido con mis coetáneos, todavía más con los “muchachos” de 42 años.


Encontré de segunda mano este libro; reciente, nada manoseado y con una gran foto en la portada, lo cual no era un buen augurio. Cuando leí en la solapa que el autor es mejicano ya empecé a tomar interés, y releí el estupendo título Canción de tumba, que resulta una  bien hallada antítesis con la “canción de cuna”, y, efectivamente,  es su reverso amargo.

Ambos son  tiempos perdidos por la razón y la economía, enredada en las engorrosas fases anales de la vida. No me cabe duda de que es autobiográfica la narración de los trajines hospitalarios incomprensibles, o directamente absurdos en los que se manejan los cuidados paliativos, que si lo es toda medicina, más aún la inminente  a la muerte. El autor ha tomado nota literaria  intentando llenar su tiempo muerto al borde del lecho de su madre, donde aprovecha para repasar sus vidas, tratando ser justiciero y literato a la vez. Para que la narración sobreviva al tedio, Herbert se mete los dedos en la garganta para excitar hasta la última inverosímil bilis de tóxico estomacal, en esta borrachera de vida y muerte. Y parece realísima, en muchos momentos, pareciera hasta vengativa hacia su madre esta exhibición de ropa sucia y zurrapas. Todo sea por la literatura, que me anticipo a decir, gana esta batalla, aunque entiendo (y agradezco a quien lo hizo)  que haya personas que dejen el libro por las arcadas que les pueda provocar el continente y el contenido.
Para sacarnos del olor a heces y hospital, el autor  nos cuela de matute, a la manera del Quijote, narraciones sobre experiencias en congresos berlineses y cubanos de poesía, y otra, que es tan real como varias que yo he vivido y, obviamente, la que más me llegó: una entrevista de encargo sobre la memoria histórica de un episodio de la multípara violencia mejicana, con un viejo testigo. El hombre no quiere hablar de ello y se aprovecha de tener un escuchante para desahogar su soledad con el típico rollo del viejo solitario, pero en dos pinceladas al margen, lo hace comprender todo.

  
La novela agradece esas vistas hacia fuera de la habitación, (y yo sobre todo esta última, que “es mía”), que pudieran hasta haber sido motivadas por el fin de completar el número de folios necesario para cumplir las bases del concurso.
La novela está muy bien rematada y arranca mis aplausos y que me descubra en su vuelta al ruedo. Aunque me arrincone en la vejez este muchacho.

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