Se me ocurrió publicar un texto semielogioso hacia la monarquía y el príncipe, y esa misma semana les estalló el “caso” Urdangarín.
Para mis seguidores extranjeros les resumo que Urdangarín es un importante jugador de balonmano de origen vasco que se casó con una hija del rey Juan Carlos. No tengo duda de que la relación fue fruto de la orientación de una política matrimonial de la Casa Real, en la que colocaron a una hija en Barcelona, con la idea de que se casara allí con un catalán, para que la familia real se abrazara simbólicamente a esa tierra con sentimientos nacionales tan propios. El elegido fue –carambola a tres bandas- este balonmanista vasco –además, sabe hablar catalán-, que jugaba en el F.C. Barcelona y en la selección española. La boda se celebró en la catedral barcelonesa.
Sucede que Iñaki Urdangarín, a quien nombraron junto a su esposa Duque del Palma de Mallorca, se ha dedicado –presuntamente- a rentabilizar su relación matrimonial, montando una empresa de intermediación, asesoramiento y explotación de su imagen, con desproporcionadísmos beneficios en relación con lo que ofrecía. Su nicho natural de actividad fue la isla de su ducado y la vecina Comunidad Valenciana, cuyas autoridades –procesadas por corrupción y desvío de fondos públicos- pagaron a precio de oro el oropel que se les vendía. Estos asuntos se articulaban a través de una fundación “sin” ánimo de lucro, (estaría feo que el Duque de Palma, yerno del Rey de España, al final de la función pasara la gorra) cuyos inconfesables beneficios -presuntamente- se desviaron en parte a un paraíso fiscal de los menos conocidos: Belice.
Parece que estos manejos fueron descubiertos –presuntamente- por la Casa Real en el 2006 y para –presuntamente- apartarle de su propensión a esos negocios, le buscaron un puesto en Estados Unidos como directivo de la multinacional Telefónica. Pero el escándalo estalló al investigarse los enormes gastos de la gestión –muy presunta- del presidente de la Comunidad Autónoma cuya capital es Palma de Mallorca. Como aquello era un estallado géiser de dineros desviados, muy conocido de hace tiempo en España, -se llamaba caso Palma Arena- no se pudo tapar.
El pasado sábado 25 de febrero, el Duque fue citado a declarar en Palma. Apareció con una delgadez acusada, imagen seguramente estudiada para inspirar conmiseración y, con el oficio de saber salir a una cancha hostil –con su equipo, el Barcelona, tuvo que hacerlo en muchas ocasiones a lo largo de su vida deportiva-, caminó treinta metros entre los insultos del público y se dirigió al nido de micrófonos que le esperaba, para hacer una declaración. En ella, con una cadencia e impostación muy parecida a la que utiliza su suegro el rey, dijo algo así como que venía a aclararlo todo.
Según se ha informado todas sus aclaraciones son que él no sabía nada de los tejemanejes sobre los que le preguntaban, que eran cosa de sus subordinados, que abusaron de su confianza, de su firma y de la de su mujer, de su imagen. Una estrategia clásica de defensa, que le dará mejores resultados cuanto más quieran asumir esas culpas aquellos subordinados. Para describir este asunción de culpas en español moderno se usa la expresión “comerse el marrón”. Probablemente habrá un “cabeza de turco” que se “coma el marrón” y el Duque Urdangarín saldrá “de rositas” esto es: libre de toda culpa judicial.
Sin embargo es algo muy peligroso para la monarquía española, nunca desde el siglo XIX con raíces muy profundas. Por de pronto, ya han tenido que modificar cosas: el rey tuvo que referirse a ello con cierta dureza en su discurso de navidad, además como consecuencia de este escándalo han tenido que publicar sus cuentas, que antes eran opacas.
Pero el hecho de que el yerno salga absuelto puede resultar muy caro para nuestra monarquía, que teóricamente no manda nada, aunque existe el arcaico adagio, muy contrario a la división de poderes, que dice, “por allá van leyes, do quieren reyes” y alguien, muchos pensarán que su suegro el rey, es quien –con su larga mano- le habrá salvado.
La carestía de esa absolución es que no será entendida por el “pueblo” que, aunque no practicante, sigue teniendo sustrato católico. La monarquía como institución viene siendo de origen divino y los reyes españoles son todavía los reyes católicos; estas cosas subyacen: resulta que dios padre no dudó en entregar a su hijo al sacrificio de la cruz, y no lo hizo a pesar de que le pidiera “aparta de mí este cáliz”. En esta pasión Dios Padre es el rey omnipotente e intocable y Urdangarín haría de Jesucristo. Si se salva Urdangarín por las triquiñuelas o por la prescripción o porque otro “se come sus marrones”, su conducta no será ejemplar, ni digna, ni respetable ni “divina” y la gente dejará de querer a la institución y a la familia real. Y este es casi el único patrimonio que tienen.
Las absoluciones, el irse “de rositas”, es algo que hace más daño a la justicia y a la estimación de la gente, que la condena. Se ha visto en el reciente “caso de los trajes”, del que no voy a escribir.
Cuando alguien es condenado y expía su culpa, da un poco de pena ser tan duro con él: saldrá con la mancha y la humillación de la cárcel, pero ha pagado y la gente siente que la justicia, el estado, sirven para algo. Sin embargo si uno se burla, como el Tartufo de Moliere, se lleva los odios del público. Era interesante para la monarquía francesa del XVII –borbones también- que Tartufo fuera condenado, aunque no lo fuera por las leyes, que las había ganado todas con sus perfidias, sino por la arbitrariedad final del rey: justo por encima de la propia justicia de los hombres.
(Me atrevo a pensar que el final de la obra teatral es bueno para todos los actores que han representado Tartufo. Puede que algún espectador que viera por la calle al actor y le reconociera, quisiera agredirle. Con la condena hasta el humilde actor gana tranquilidad por la expiación)
En la historia de España existe una absolución que pudo haber costado muy cara a la monarquía, al punto de que quizá fuera una del conjunto de causas que trajeron la República en 1931.
En julio de 1921 un ejército expedicionario español se internó por imprudencia de sus oficiales en Annual, (Marruecos). Cayeron en una emboscada y fueron masacrados y después salvajemente mutilados. Muchos oficiales pudieron huir. La mayoría de los muertos eran soldados de reemplazo y el “pueblo” que lo sufrió, hizo romances y canciones sobre la crueldad de los moros y la cobardía de los oficiales: estaba clamando justicia. Resultaba un gran escándalo; además, algunas de las armas con las que moros nos masacraron, les habían sido vendidas por oficiales españoles que hacían contrabando con ellas. Se nombró una comisión informativa, el llamado informe Picasso, que exculpó a los oficiales de la catástrofe. Los tribunales militares también absolvieron a los responsables, que se fueron “de rositas”.
Pero mucha de la gente humilde, se quedó con la copla de la injusticia sin expiación, y en las primeras elecciones que pudieron, castigaron a la monarquía.
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