Renace el campo en El Escorial, y el acuerdo retórico de monasterio y paisaje se disipa. Desnudo en invierno, el campo no rebulle; la expresión del monasterio, plana y señera, atiende a corroborar lo que insinúa el contorno. Si el ánimo, penetrado de congojas en el monte, en el valle sumiso, en el húmedo robledo, se vuelve al monasterio, verá cómo las ordena, las clarifica, sacándolas de la maraña selvática del corazón natural, y las departe merced a la experiencia sazonada que lleva en sí el estilo. Quien esté solo, si su soledad le pesa, o barrunte un vivir frustrado o no espere ser más, mitiga el desengaño en midiéndolo por el patrón que brinda el monasterio. Todo en él aspira a ser eterno, y es ya impersonal, diría sobrehumano. No simpatiza, ni recrimina, ni conturba; formula sin ambages una verdad incompatible con la ironía. No es melancólico, aunque sus piedras amarillecen, porque nada echa de menos. Ni reticente, propone un sí o un no, sin medias tintas, a muerte o a vida, jamás un vivir muriendo, lánguido, ni muerte deleitosa o de buen sabor. Extirpa del corazón lo novelesco, de la paz del claustro el prestigio sentimental... Renace el campo; vuelve la Herrería(1) a sonar, a brillar; enciéndense de luz los montes, y el monasterio padece; en la inquietud de la primavera, su rigor se quebranta.
Manuel Azaña “El jardín del los frailes”
(1) la Herrería es un sugestivo bosque de robles que hay en El Escorial.
“El Jardín de los Failes” escrito y publicado parcialmente hacia 1920, es el libro de los albores a la vida juvenil de Azaña. Hay mucha espiritualidad. En los caminos de perfección religiosa que nuestro héroe transitaba en un colegio de agustinos, irrumpieron dos jesuitas que propusieron alturas místicas que el joven Manuel no alcanzó y se sintió, primero indigno, y después descabalgado de aquellos anhelos.
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