Anteanoche escuchaba como mi niña me leía antes de dormir (primero ella me lee algo en voz alta para reírnos –ahora estamos con Manolito Gafotas- y después la leo yo, algo más descriptivo, para que se duerma) Mientras ella me leía vi una mosca andando por el parqué de su habitación; me quité la zapatilla y la aplasté con suavidad, para no despachurrar sus vísceras manchando el suelo. No sé sí mis oídos dan para escuchar ese crujido mortal, pero lo presentí, o quizá lo escuché por analogía a alguna de las veces que, en silencio, he aplastado moscas contra los cristales. El caso es porque lo hice levemente, no creo que la mosca muriera en el acto; estaría en una terrible agonía con parte de sus vísceras quebradas colapsando poco a poco, un minuto o dos, quizá cinco. Pienso más, las moscas viven a una velocidad superior a la nuestra, cinco o diez veces, por eso cuando las atacamos, ellas nos ven llegar a cámara lenta y en muchas ocasiones consiguen escapar. Su agonía no duraría dos minutos, sino diez o veinte o cuarenta de sufrimiento: lo que no estaba yo dispuesto a enmendar, despachurrándola por piedad a coste de manchar ostensiblemente el parqué.
Lucubraba sobre la soberbia de mi gigantesco desprecio por el dolor ajeno. Pero tampoco lo escuchaba, no fue nada parecido a cuando en octubre uso el insecticida spray, que las moscas hacen un molesto ruido aleteando boca abajo, desesperadas, descompuestas, su dolor debe ser enormemente cáustico (y multiplicado por 10).
Ahora pienso qué pensarán los judíos, de estos revuelcos desesperados de las moscas heridas de quemaduras de insecticida; no debe ser lo mismo habiéndolo padecido en carnes próximas.
A veces no nos damos cuenta del sufrimiento de los demás, no lo oímos, ni lo imaginamos. Nuestra sana invulnerabilidad no nos permite escuchar los ultrasonidos, aunque hayamos hecho daño sin darnos cuenta.
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