Evidentemente después de comer comprendimos que, razonablemente, no llegaríamos esa noche a ninguna gran ciudad donde pudiéramos alojarnos y pasearla. Era sábado tarde y por nuestro camino manchego circulaban tractores llenos de uvas camino de las cooperativas, entorpeciéndonos el avance.
No estaba previsto, pero se apareció un pueblo grande y bonito que pedía parada, y además ofrecía fonda: un elegante y detalloso alojamiento rural que encontramos sin mucha dificultad.
Villanueva de los Infantes, que antes se llamó Moraleja y dependió del señorío de Montiel, pero cambió el nombre y se hizo más grande y opulenta. Además de ello allí murió y está enterrado el inmortal Francisco de Quevedo y Villegas. ¿Qué más podíamos pedir para nuestro sábado por la tarde?
Descubrir lugares con mi mujer, es un placer resaltado. No quiero hacerlo con nadie más porque no concibo superables estas emociones compartidas. Es lo mejor que la vida me va regalando estos años.
Nos emocionan las piedras ordenadas por los hombres y el conocimiento que hubo alrededor de ellas, representarnos cada lugar donde las gentes comerciaron con sus productos agrícolas, ganaderos, artesanos o industriales; mirar las rejas, las maderas de las puertas, los escudos; columbrar los afanes y los conflictos, las fiestas y procesiones. Uno imagina estos espacios más vivos y más auténticos y diferenciados de lo que ahora se conservan y se siente muy bien haciéndolo. En ese vuelo de imaginación uno aprende y aprecia, se siente más hombre orgulloso de la humanidad, también más español, como otras veces nos sentimos parientes cercano del francés, hermanos del portugués, europeos...
Por esto viajamos, aunque discutimos, aunque olvidemos donde está aparcado el coche, o sufrimos de sueño o de ganas de mear en las rectas interminables de las autovías.
Corremos riesgos, pero valen la pena.
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