viernes, 19 de agosto de 2016

El Veintiocho

Casi todos los turistas se informan antes de ir a un país que no conocen. Por ejemplo, todas las mujeres saben que para entrar en San Pedro del Vaticano deben vestir con un mínimo de decoro y que si van a un país musulmán deben cubrirse el pelo con un pañuelo, sobre todo para entrar en una mezquita. En muchos países se debe tener especial cuidado en no beber más que agua mineral o en evitar determinados barrios. Hay cientos de decálogos por internet: el que quiera estar avisado no tiene más que teclear y yo creo que más del 90% de la gente lo hace.


foto: Natalia Mayo
 

Lisboa nunca perdió el uso de los tranvías y se convirtieron en un atractivo turístico más de esa hermosísima ciudad. En agosto, el 90% de los que montan en ellos no son portugueses; supongo que el resto del año aumentará la proporción  de lisboetas, pero estoy seguro de que estos medios de transporte no desaparecieron gracias a la afluencia del turismo. Son pequeños, incómodos, suenan a rayos, echan chispas al frenar, son lentos, antiergonómicos y, sin tarjetas, cuestan 2,85€; pero los turistas aceptamos de buen grado esperar para que nos lleven apretados por la Alfama, el Chiado, la Baixa... El que tiene un recorrido más atractivo es el 28. Por eso siempre está lleno (de turistas, más que ningún otro)
En la cola donde esperamos alrededor de una incierta hora hasta que llegó uno en el que pudiéramos entrar (mucha gente abandonó por no querer perder tanto tiempo en el empeño) todo el mundo parecía saber que este tranvía era "el de los carteristas". El 28. Lo comentamos con varios españoles. No obstante esperábamos, jóvenes, y adultos con niños, con ganas de que nos dieran el paseo, con los ojos muy abiertos y los objetos de valor bien amarrados. Pensaba yo, y puede que pensaran mis compañeros de espera, si no estaríamos compartiendo cola, o incluso hablando con un carterista, de carteristas. Yo casualmente y sin saberlo vi a un carterista estaba sentado en el vagón anterior donde no pudimos entrar, y buena rabia que nos dio a los esperantes. Tanta que algunos se cansaron y nos cedieron su puesto en la cola. Mi hija trabó amistad y conversación en inglés con una japonesa que había venido a Europa: había estado dos días en Londres y ahora estaba otros dos en Lisboa. Si alguien, pagando un tan caro y largo viaje, estaba dispuesta a pasar el tiempo de cola por subir a este tranvía, ¿qué no debíamos de esperar nosotros que vivimos solo a poco más de trescientos kilómetros? Así que permanecimos. Al poco tiempo, recién anochecido, llegó el premio: un tranvía semivacío donde nos acoplamos sin apreturas y casi sin temores; incluso, a los pocos minutos, pudimos hasta sentarnos. Pero yo siempre con un ojo fuera y otro dentro para evitar el acontecimiento.



 fotos Natalia Mayo
Entretanto hacíamos fotos y saludábamos a los peatones que nos sonreían y fotografiaban, envidiosos de estar en aquella atracción. Yo, con la mochila en el pecho, contagiado por mi hija, también gritaba y saludaba a los turistas que nos admiraban. En una embriaguez infantil estábamos dispuestos a que nos dieran la vuelta completa. De pronto, alcanzamos al tranvía anterior que se había ido lleno sin que pudiéramos abordarlo; de él salió mucha gente: una mujer oriental lloraba y vociferaba, y una de las españolas que también salió, que pudo abordar en ese vagón por estar delante nuestro en la cola, me dijo desde la acera que había carteristas y habían robado a esa mujer china.
Las risas y el juego se habían tornado en rabia y llanto. El querer aprovecharnos de un servicio público portugués para jugar y divertirnos como niños  a alguien le había salido carísimo.
Del anterior tranvía subió bastante gente al nuestro, como espantada. (Casi todos los turistas adquirimos una tarjeta con "barra libre" para los transportes y museos, entonces se entiende que la usamos siempre que podemos). Seguimos disfrutando aunque ya con ojo y medio dentro hasta el casi final.
Resulta que entre los indignados, habían subido también carteristas al nuestro. Un hombre, con cara de ser "del Este" de Europa parece que intentó meter la mano en el bolsillo de un valenciano. Este se revolvió agarrándose al pantalón y dando gritos. Entonces, los carteristas, (que eran tres,  y a uno de ellos ya sabéis que le había visto yo bien la cara en el tranvía que pasó antes del nuestro) se vieron identificados y aislados. Inmediatamente casi todos nos bajamos del vagón, también porque se acababa el trayecto. Pero todos mirando de reojo al grupo carterista. Curiosamente también bajaron, y nosotros volvimos a verlos, cerca del elevador de Santa Justa, buscando multitudes y apreturas, lejos del vociferante grupo valenciano que gritaba cabreado en otra dirección.
Yo pasé la cola de esa última atracción mirando alrededor pensando que volvían a aparecer. Aproveché para contarlo a otros españoles. Incluso les enseñé una foto que tomé del carterista desde lejos. La tensión me fue desapareciendo con el tiempo y la paciencia que hube de soportar para poder subir a ese artístico ascensor que formaba parte de los derechos que habíamos pagado al comprar la tarjeta.
Por cierto, es una estupidez perder una hora y cinco euros ( a quienes no compraron la tarjeta abono) en tomar el ascensor de Santa Justa. Eso también nos lo advertían los decálogos de consejos de Internet pero, como tanta gente, picamos, a pesar de ello.

Vista nocturna desde el elevador de Santa Justa, que puede obtenerse desde otros sitios además de el famoso elevador de Santa Justa. Foto Natalia Mayo.


PD. después he pensado que, sin carteristas, el tranvía 28 hubiera sido decepcionante y no me hubiera motivado este artículo. No sé, quizás son funcionarios públicos, que dan emoción a los trayectos para que los turistas tengamos algo genuino y vívido que contar.

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