En el Valle, durante la guerra, ya fuera en el agosto rojo o en los septiembre y octubre azules, se encerró a gente en los calabozos, (hasta convirtieron la iglesia de Cuevas en un improvisado calabozo) generalmente como antesala de su fusilamiento.
Todo fue improvisado: no había la logística de una cárcel, a los guardianes no se les ocurre ir a pedir dinero a las autoridades para comprar avituallamiento para los detenidos ¿para qué?; mucho menos se les pasa por la cabeza cocinársela, ni tampoco compartir la suya; por lo tanto, eran los familiares de los encerrados quienes se preocupaban de llevarles la comida.
Sucede que los detenidos un día no están y el vigilante de la puerta –es la manera habitual de enterarse del fusilamiento- les dice a las mujeres que se lleven esa comida, que su marido o su hijo no comerá más.
Por hambrienta que estuviera una ¿A qué sabrá esa comida devuelta? Porque nadie la tiró: no podía hacerse, el comercio está paralizado, muchos han sufrido requisas o saqueos, -la familia de los asesinados también-, hay carestía.
Supongo que las madres, sin decir nada, les pondrían esa comida: una tortilla, un pan con torrezno, un pucherito de garbanzos... a los hijos, mientras se tragaban los sollozos viendo lo que amorosamente cocinaron y que su hombre no se ha podido comer, pensando en la tierra que se le está comiendo ahora, y cómo seguir poniendo comida a esos niños que la devoran como los gusanos.
Paso de vez en cuando por tu blog. Adelante con ello. Salud
ResponderEliminarAgradecido, Santos.
ResponderEliminarGran observación, dramático y triste relato
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