Curioso es que algo tribal, seguramente mágico (probablemente aquellas vetustas creencias conferirían protección a sus portadores) llegue en pleno auge hasta el siglo XXI. La apoteosis, no barata, de lo indeleble en un siglo en el que casi todo es de usar y tirar, ¿Cuántos teléfonos móviles u ordenadores impresoras etc que son calificados como "bienes duraderos" llevamos tirados en estos veinte años?
En el siglo XX los tatuajes los llevaban los presidiarios, los marineros, los legionarios. Lo digo porque cuando yo trabajé en la fábrica Jamones Velázquez de Zaragoza, donde llegué a compartir el vestuario con más de 50 hombres distintos, solo había dos tatuados: un exlegionario y un expresidario.
También he soprendido a un conocido que tiene en el brazo el verdoso y vergonzoso tatuaje de una mujer en bikini, hecho por alguien que no sabía dibujar, ni tenía idea de erotismo, ni de estética, ni de nada. Un accidente de juventud etílica que su portador de ya más de 70 años podrá mostrar como cuando la testosterona y la rebeldía juvenil se mezclan tan mal, salen engendros espantosos.
No sé cuándo acabarán los tatuajes; probablemente en el momento en que los hijos se los vean a sus padres y decidan tirar por otro lado, como las escarificaciones de Oceanía que son más brutales todavía. Porque la tontería como la energía nunca muere: se transforma.
De vez en cuando desaparecen otros tatuados infames del siglo XX, a muchos de los que estuvieron en un campo de concentración les impusieron la marca de un número tatuado para recuerdo imborrable. Seguro que no se les ocurrió tatuarse nunca más.
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