Camino
todas las mañanas por veredas y carreteras poco transitadas, tan acostumbrado
al aire puro que, cuando un coche me lo ha manchado recientemente, distingo si
el excremento es diesel o gasolina. Entonces restrinjo mi respiración para
inhalar las menos toxinas posibles, porque en la armonía olfativa de la naturaleza esos restos de humo
son un ruido tan disonante como agobiante. Cuando estoy a punto de asfixiarme
por tanto aguante de respiración me digo.
“Tranquilo, Juan: no te preocupes ¿y
la gente de Madrid?, no solo eso ¿y la gente de Béjar?
El
paisaje siempre es distinto: se viste y se desviste constantemente; cada día
muda de color y cambian sus luces tamizadas por el otro paisaje, el celeste.
Todos los días habría espectáculo para cualquier persona que viviera en otro
lugar.
Pero
a veces vengo "enmimismado" pensando en cosas del trabajo, o en cosas del blog, o
fantaseando. Entonces, sin querer, despreciando panorámicas, miro al suelo.
Hace poco me lo alfombraron de color, - infantilmente arrastro los pies para
escuchar el ruido de las plúrimas hojas de chopos que remuevo- pero la áspera
tierra, que nunca para en su humilde trabajo, va succionando pigmentos a esas hojas caídas, que se
van haciendo progresivamente mate, marrón y nada, porque sin darme cuenta
desaparecen cada invierno bajo mis pies.
Necesito
ponerme a pensar en literario, en estético, en altruista, para estimularme en
la cuenta de la riqueza que llevo disfrutando tres años y cinco meses -hoy 17
de noviembre de 2016 los cumplo-. Me molesta olvidar la cámara porque me impide
capturar para compartir (también para presumir). Las pocas veces que no la
llevo miro todavía más al suelo, para no frustrarme por no haber guardado
aquella belleza.
Muchas
veces el resumen que hace la cámara me defrauda, y otras, preventivamente, me abstengo de intentarlo porque sé que me va
a defraudar. Entonces lo miro procurando procurarme el goce suplementario del
privilegiado, como la sublimación hacia ese conocimiento que ya no se puede recoger,
de Adso, el personaje del Nombre de la Rosa.
Aunque yo tengo la
ventaja de saber que otro día habrá otra imagen parecida de luces, colores y
nubes, que no se perderá como en aquel incendio del libro. (los seguidores
sabéis lo que sufrí hace seis años el incendio del Barranco de las Cinco
Villas: es el familiar o amigo más importante que he perdido para siempre).
Entro
en Candelario ascendiendo con el pertinente brío para subir al Ayuntamiento
donde trabajo. Según se llega, es un pueblo cuesta arriba y con no poca pendiente. Paso a las nueve menos cinco por la escuela de niños plagada de
coches con los motores encendidos, donde las criaturas, que miden poco más de
un metro, tragan mucho más de aquel batiburrillo de monóxidos, sulfuros y carburos que yo, que ya no distingo
porque son muchos y variados los diéseles y gasolinas macillando los alveolos de unos pulmones
tan rositas... Y todo en nombre de niño, no te enfríes, niño, no te canses,
niño, no te creas que nosotros te queremos menos que esos que llevan en coche a
tu amiguito, o niño, me tengo que ir al trabajo inmediatamente y no hay tiempo de
enseñarte a ir a la escuela de la mano solito, disfrutando de uno de los
pueblos más bonitos de España. Candelario, donde no se deja aparcar más que
a los residentes con tarjeta, que vende sierra, jamón, calidad de vida...
En
todos los edenes ponen alguna serpiente.
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