Durante toda la historia
han cambiado las consideraciones éticas y estéticas. En la mía, que tengo poco más de cincuenta años, he
visto multitud de cambios: he pasado muchas, pero muchas tardes de domingo,
rezando el rosario; he visto mujeres cristianas que salían a la calle con un
pañuelo tapándose todo el pelo (como hacen ahora las musulmanas), abuelas que
nunca se pusieron unos pantalones, perros corriendo con una lata atada al rabo
o ahorcados, burros molidos a palos con tal furibundia que
ahora serían trending topic mundial y poco antes de los tiempos del omnipresente movimiento LGTBI, he oído responder al insulto:
-¡Marica!
- Desde que te la metí,
me pica.
(...)
A pesar de tanto cambio
constato que siempre ha habido turbas manipulables y, entre ellas, verdugos
voluntarios, muchos linchadores orientados por el viento de turno: los bíblicos
del crucificalé, crucificalé.
Aquí en España
recientemente una familia descubrió que un antepasado suyo figura en una
documentación como secretario del juzgado que condenó a muerte al poeta Miguel
Hernández. Al intentar que se suprimiera del conocimiento público el nombre de
aquel funcionario, la familia ha despertado los demonios, y ahora muchos
tuitean y retuitean que ese hombre es un asesino. La familia, consiguió retirar el nombre del documento, pero ha recibido justo lo contrario que se quería evitar.
Yo sé lo que es ser
secretario de juzgado. Uno está allí y levanta acta. Es el juez quien condena o
absuelve. Teníamos varios juicios al día, y venían uno detrás de otro. No sé,
ni procuré enterarme, si la juez que estaba a mi lado en el estrado condenaba
o no a la gente que juzgaba, pero puedo asegurar que yo no intervine en nada
más que en ser lo más fiel posible en las declaraciones que recogía.
No solo eso, sino que el
juez tampoco suele ser culpable, pues está sujeto a la ley, y la ley que había
entonces era de venganza sobre los que se opusieron al alzamiento nacional,
pero también sobre los que aprovecharon aquel momento para cometer crímenes. No había mucho margen para absolver en una situación así.
Miguel Hernández era un
hombre muy rural; Lorca, mucho más fino, no le hizo caso: le evitó cuando quiso
acercársele. El poeta de Orihuela vivió en Madrid porque personas como Vicente Aleixandre
o Ernesto Jiménez Caballero le ayudaron, consiguiéndole trabajos como redactor
de la enciclopedia de la tauromaquia de Cossío. En la guerra fue comisario
político, que viene a ser ideólogo de un batallón guerrero, pero también le
sacaron un buen tiempo del riesgo, para llevarle a Rusia; de vuelta, en Radio
París, le grabaron su voz (creo que es la única grabación que se dispone de sus
palabras, - que de Lorca, por ejemplo, no existe ninguna). No obstante él no rehuía
el combate ni el vino de las tabernas. Una vez que, desde las
trincheras, volvió a Madrid y le llevaron de visita a un lugar donde estaban
entre otros Rafael Alberti y su mujer Mª Teresa León, se encontró con una
fiesta de carnaval y derroche. Demasiado contraste. Entonces, sin pelos en la
lengua, espetó:
¡Aquí lo que hay es
mucha puta y mucho hijo de puta!
Casi se pegan. Alberti
era mucho más corpulento que él.
Dicen que al final de la
guerra, desde un aeródromo de Albacete, al pobre Miguel no le subieron a un
avión salvador hacia el extranjero; en el aparato curiosamente iba esa pareja
de privilegiados por el régimen.
Miguel vagó andando por
la España recién ocupada. Le detuvieron, pero le dejaron en libertad (no era
nadie conocido, para cualquiera un perdedor republicano más). Intentó pasar a Portugal por
Ayamonte, pero ahí le detuvieron y ya tomaron cuenta de su importancia.
¿Sabemos el nombre de
todos los guardias civiles que le detuvieron o le custodiaron, todos los
carceleros que tuvo? ¿Son importantes esos nombres para la historia?
No; lo mismo que el del
secretario de juzgado.
¿Es lícito que la familia
trate de sustraerlos de la curiosidad pública, teniendo en cuenta que su
antepasado aparece en una cosa tan fea como la condena a muerte de
ese artista?
Yo creo que sí, pero
cualquiera, viendo lo que ha pasado a esta familia, se cuidará mucho de
intentarlo; pero también estoy convencido que muchos de los mismos que se
rasgan las vestiduras son los mismos que dirían entonces:
¿Y a ese rojo por qué
le conmutan la pena, si era comisario, si era un pez gordo, que le llevaron a
Moscú en plena guerra, si tiene un libro “Vientos del pueblo” que es claramente
comunista y totalmente contrario al régimen de la nueva España?
Pues sí le conmutaron la pena, o Franco no
firmó el “enterado” y no fue al paredón, fue porque en esto intercedieron el
General Varela (que muchos años después sería suegro de Paco de Lucía) o José
María Pemán y fue porque se jugaron sus cartas con decisión. Tengamos en cuenta
que al suegro del malogrado poeta, que
era Guardia Civil, le fusilaron los rojos. No sé si Miguel hubiera
debido/podido interceder, pero esta muerte jugaba en su contra, además de que a
los comisarios solían darles paredón.
Gracias a esa prórroga
tenemos “La nana de la cebolla”.
¡Qué mala suerte tiene
todo lo que rodea a Miguel Hernández!: su hijo, para quien escribió ese gran
poema, murió también de miseria; su suegro fusilado por los republicanos; su
avión se fue y subió Alberti y no él; el que le pillaran en la frontera...; y
ahora extemporáneos vengadores condenan al secretario que tomó acta en su juicio.
Con este artículo quiero
decir que para juzgar cualquier cosa hay que tratar de entenderla en su contexto. Sea sobre
religión, homosexualismo, feminismo, o política hay que ponerse en el momento,
estudiar la situación para saber si alguien es culpable porque lo fue voluntariamente de la
consecuencia que condenamos, o sencillamente el momento hacía que las cosas
tuvieran que ser así, porque no había otra.
Yo conocí a gente que
tuvo que fusilar, -con eso lo digo todo- y como sé cuáles son las
circunstancias, también sé que sería una injusticia que alguien les llamara
asesinos.
Los linchadores
vociferantes sí son verdugos voluntarios (antes y ahora)
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