Sabina es tremendo poeta; hay cientos de versos que lo
atestiguan. Pero se manifiesta a través
de canciones que, por su gracia, han
conseguido llegar a tantos ,y de todos los niveles culturales, que es un ídolo
de masas. (El día 7 de junio, en Salamanca había hasta no pocos portugueses -que yo los
oí-, a ver su actuación; y, aunque la
provincia de Salamanca limita con Portugal, no son menos de 150 km de carretera).
Joaquín Sabina, a pesar de que es roquero y se acompaña de un
potente equipo musical, artísticamente tiene una dimensión comunicativa que debería ser la de un
teatro con aforo de cuatrocientas personas. Pero existe la ley de la oferta y
la demanda y los promotores de conciertos
no yerran en el cálculo de que atrae a mucha gente que está dispuesta a
pagar, por ejemplo, cien euros por verle a una cantidad de metros, otros
ochenta y tantos un poco más atrás, y mi familia por 77 euros, en un lugar
intermedio. Lo más barato eran gradas por cuarenta y nueve euros, que ven solo su
figurín y lo que les pongan en la pantalla.
El argumento económico es claro: un pabellón deportivo de
5.000 localidades, pongamos que, de media, a 80 euros nos da 400.000 euros; no
es tan fácil encontrar en una ciudad 400 personas que puedan pagar 1.000 euros
para verle como dios manda. Aquí como casi en todos los sitios, al final hubo lleno. Pero parece que 400.000 euros de taquilla no es
bastante, porque también había mercaderes en el templo: venta de productos de la gira: bombines,
camisetas, discos, en un tenderete que
trabajaban a la entrada más de cuatro personas y dentro del concierto había otros vendedores
ambulantes de bebida, puestos de trabajo para un día de los que hay que apartar
sueldo y seguro social, y el promotor, e indirectamente el cantante, han de
sacar otro pellizco.
Pero, por otro lado, también la idolatría comporta gastos.
Había dos autobuses y varios coches de organización: músicos, montaje de
escenario, técnicos de sonido, luces... y más cosas que yo no sepa. También
entradas y seguridad, un equipo de hombres fornidos que tuvieron que echar exhibiendo musculatura a energúmenos que
molestaban, (ya he dicho que gusta también a gente maleducada) precisamente
cerca de donde se sentaron mis chicas.
La familia Mayo García, cuya hija se sabe todas las
canciones, decidimos comprar dos entradas, que 241 euros es bastante más que
158, un tercio justo, y yo me quedé fuera, porque era un barrio, porque llovía, porque a mi
mujer le gusta tanto como a mí, y porque soy
un caballero (ahorrador).
Pero como no soy tonto ni me da vergüenza andar por la noche
alrededor de un pabellón deportivo, aunque tenga que sacar el paraguas de vez
en cuando, me acerqué a verlo y gorronear el sonido.
Por ahí andaban los de seguridad bromeando de fútbol y cosas
así. Algunos eran y, no lo saben, personajes de bares sabinianos. Hablé algo con ellos, pero no
soltaban prenda del maestro, alguno tarareaba las canciones, pero no con especial
dedicación. Me vacilaron con que no quisiera gastarme 77 euros más en lugar de
estar allí con ellos; uno dijo que el señor tenía 77 años así que bien los
valía, yo le dije que no era tan viejo y les hice el chiste del número 69, que
son los que tiene el de Úbeda. No sabían
ni la edad, ni el chiste, que también cuenta Sabina. Son profesionales de este gremio y les da lo mismo un Sabina que un Bisbal.
Había un jefe de seguridad, un señor mayor con su
acreditación sobre la barriga que así lo definía, con un purito apagado en los
labios, que deambulaba. Por cierto, estos fornidos que hablaron conmigo, no han
ido con la gira ni a París, ni a Londres, ni tampoco a América, (se bromeaban de
ello).
Yo estaba en la
puerta que barruntaba que tenía que ser de salida. había una chica allí
esperando desde antes que yo llegara, como yo, para ver muy de cerca al ídolo sin gastarse cien euros. Por ahí andaban los fornidos. Se acercaba el final del concierto, entonces vinieron tres mujeres apresuradas con una foto de Sabina joven, preguntando si iba
a salir el ídolo por allí. Habían despreciado los bises a que tenían
derecho, porque el público dentro quería más y todavía gritaba:
“¡Sabina...!, ¡así no se termina!”
Los matones decían que el cantante no iba a venir por aquí,
que había otra salida, para vacilar y para que no empezara a arremolinarse más gente allí, que les complicara el trabajo. Menudeaban las llamadas por walki-talki: ya
venía, yo sentía esa emoción. Los fornidos se apretaban, de pronto un segurata con uniforme gritó: “a
ver, apártenseme de aquí”, como barriéndonos con los brazos. Lo consiguió:
eramos cuatro gatos y gatas dóciles.
Y le vi llegar escoltado en penumbra, frágil, con su
sombrero blanco, rodeado en una gruesa bufanda, y solo se me ocurrió decirle “vas
tan embutido que pareces Maikel Jackson”, y se descubrió y nos hizo un gesto de
aprobación con el pulgar. Nada más. No sé lo que gritaban las mujeres, pero a
ellas no les hizo ningún caso. Fueron cuatro o cinco segundos y tampoco me salió el
flash de la cámara para estas fotos históricas. No sé por qué me lo recuerdo todo parecido a las imágenes del asesinato de Lee Harvey Oswald: le montaron en una furgoneta Mercedes con los cristales
tintados y se acabó lo que se daba gratis para insolventes.
Los seguratas cruzaron otros mensajes de walqui-talki. La
operación salida había concluido. Yo había conseguido, conteniendo la
respiración, ver de cerca al mito.
Mientras tanto comenzaba a brotar la gente por otra puertas grandes no sospechando que la
furgoneta con el Sabina se iba o se había ido ya; sospecho que esta vez no a un
hotel, dulce hotel, sino a su dulce, que ya no triste, hogar de Tirso de Molina, que está a dos
horas de Salamanca.
Me lo habían dicho gente que le vio en Bilbao y en Miami: está muy malito. Si hubiera pegado un
soplido o simplemente respirado un poco fuerte, lo habría caído al suelo.
Dios nos conserve su genio creador lejos de estos trotes, porque le queda bien poca cuerda para fiestas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario