Acabo de leer la biografía de Felipe II escrita por el británico Geofrey Parker de 1978, que fue publicada por Alianza Editorial en 1984. Siendo este monarca un personaje rígido, frígido, hormigonado en lo religioso, nefasto y despótico como gobernante, no puedo evitar que se me haya prendido una simpatía irracional por sus calaveradas.
Es la influencia de don Quijote.
Dicen que muchos biógrafos se enamoran de sus biografiados y así los lectores también resultamos seducidos por esas biografías. Recuerdo una muy antinapoleónica de Napoleón, que no me gustó nada. La biografía de Paul Preston sobre Franco, aunque no le deje bien, no es antifranquista y también revela algunos detalles humanos. Yo tengo mucha capacidad de compadecer o empatizar (que se dice ahora) con la gente y me gusta más que me los hagan comprender, que me los fusilen a distancia. Al comprenderlos me pongo un podo en su piel.
Todo este rodeo era para explicar que es posible que Geofrey Parker en cierto modo trató de vendernos a un Don Quijote, es decir, el biógrafo seguramente primero leyó a Don Quijote, y le cayó bien, después se hizo hispanista y biógrafo de Felipe II y (como la mayoría) se enamoró de su biografiado y sin ninguna alusión al personaje de Cervantes (sólo existe una cita literaria a El Diablo Cojuelo de Vélez de Guevara) nos traslada consciente o inconscientemente ese quijotismo redentor.
Dentro de los cientos de interpretaciones del Quijote es que Cervantes precisamente trata de satirizar a la política española, anacrónica, desgastándose a lo loco, en la defensa de la religión católica imperial mientras el pueblo llano (Sancho Panza) se ve arrastrado a las quimeras y no recibe más que golpes y maltratos, aparte de perder su tiempo para nada.
Es posible que Cervantes tratara de criticar; vive y padece esa época de convulsiones despilfarros económicos y crisis causadas por el mantenimiento del imperio europeo y el papel de campeón del catolicismo del concilio de Trento.
Como ejemplo de este quijotismo, voy a referirme a un hecho capital:
La armada invencible se diseña para emprenderla con 540 barcos, aunque se reúnen en Lisboa sólo 130. Al partir de Lisboa hacia Flandes, en la Costa de la Muerte gallega a unos 250 Km de comenzada la travesía, ya sufren grandes destrozos por los temporales y tienen que refugiarse en el puerto de La Coruña. Donde tienen que detenerse a realizar reparaciones. En este momento se produce esta correspondencia:
El comandante(Duque del Medina Sidonia) alegó que esto demostraba que la empresa no era viable y debía ser cancelada –el revés, sugirió, podía incluso ser una señal de Dios de que la aventura estaba condenada. El rey respondió como acostumbraba, blandiendo a placer el argumento del favor divino. En primer lugar, razonó, si la Armada fuese licenciada, los ingleses sostendrían que Dios estaba en contra de España; segundo,<< que a ser esta vna guerra injusta, pudiera tomarse esta tormenta por señal de la voluntad de nuestro Señor para desistir de su offensa, más siendo tan justa como es, no se debe creer que la ha de desamparar, sino de favorecer mejor que se puede desear>>.
Estos argumentos morales fueron, claro está apoyados por otros logísticos, los ingleses no tenían aliados y sus fuerzas eran inferiores a las de España, la flota podía estar en el Canal en una semana; desde La Coruña la Armada no podía desempeñar papel alguno para convencer a los ingleses de la necesidad de negociar y, peor aún, podría exponerse a un bloqueo inglés. La situación era clara para el rey y así se lo dijo sin tapujos a Medina Sidonia:
<<Yo tengo ofrecido a Dios este servicio... Alentaos, pues, a lo que os toca>>
Una quijotada a escala imperial. Como Don Quijote, que en sus locuras pega, y hace que otros reciban golpes, libera cautivos, hiriendo a sus carceleros, hiere al Vizcaino hace sufrir a los frailes penitentes... (...) Felipe II dispara quijotescamente con las vidas de sus súbditos, sólo porque tiene ofrecido a Dios ese servicio.
El caso es que en sus largos años de gobierno lo hubiera tenido muy fácil con un poco de manga ancha en Flandes, pero para él sus súbditos protestantes eran herejes y no podía negociar con ellos; era demasiado íntegro.
Al igual que el protagonista con sus libros de caballería, Felipe II se pasaba las noches de claro en claro y los días de turbio en turbio despachando correspondencia para gobernar su imperio. Tuvo no una ínsula, sino todo un archipiélago a su nombre: las Filipinas.
Lo curioso es que varias veces, cuando estaba más arruinado el país y sus finanzas, le aparecía por Sevilla una flota cargada con plata de América y tenía para montar nuevos ejércitos y seguir sosteniendo sus guerras europeas. (Porque esto también pasaba, si no se pagaba a los soldados, se rebelaban y saqueaban Amberes por su cuenta). Como para no ser providencialista.
Lo único que tiene que ver con mi querido Azaña, es que a los dos les gustaba pasear por el Escorial y el Pardo.
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