martes, 20 de agosto de 2024

ENVEJECER ES VER MORIR SIN REMISIÓN

 


Tengo ese sentimiento, abunda en mi pensamiento. Recuerdo otros veranos ilusionados por lo que pasaría en estas fiestas, en otros otoños ilusionados por volver a Salamanca a continuar la aventura del conocimiento y las conquistas, y también las celebraciones de fin de año con los reencuentros en el pueblo. Todo eso murió hace mucho, pero es que entonces nacían otras ilusiones, la de irme de casa, la independencia y la libertad. Nacieron ilusiones de notoriedad, ilusiones políticas, culturales. Todavía nacían muchas más que morían.

Nació mi hija, poco después mi mujer aseguró nuestro futuro económico, comenzamos a viajar a lo grande, compramos esta casa, un coche nuevo, el huerto, el piso de al lado… y ahora seguimos viajando con una mezcla de esperanza y desesperación 

porque no encontramos vida nueva más que en los viajes.

Murió mi padre y se presentó la muerte grande, la insoslayable, la honda. Todos los días le veo en el espejo y me alegro de verle vivo en mí. No sabía cuánto le quería y cuánto significaba yo de continuidad para él y él de identidad para mí. Pero está muerto.

Verifico que, personalmente, ya estoy rodeado de muerte, los ruidos internos, las manchas en la piel, la impotencia física. Antes cuando alguien me adelantaba andando yo me picaba, me estimulaba rabiosamente a mí mismo a no perder, a veces aumentando el ritmo conseguía adelantar a quien me había adelantado. 

Hoy no, les dejo ir.



Yo que tanto prometía… tantas ilusiones hijas de leer biografías que emular, las de los genios, las de los artistas. No miraba a mi alrededor; realmente me ha ido bien, no puedo quejarme, seguramente he sido más que muchos que me rodean, culturalmente, porque miraba los ejemplos de aquella gente señera, los grandes de la cultura y sigo mirando. Pero me producían y producen insatisfacción: cada biografía que oigo o leo me acusa ¿y por qué no lo viviste tú?

 Cuando jugaba a la lotería miraba el bote acumulado en el cartel verde que lo anunciaba en el lugar donde echaba la apuesta y pensaba que podía ser para mí. Cuando me empecé a mover por España vi que ese mismo cartel de “mi bote” estaba anunciado en todas las ciudades y pueblos: mi bote era la ilusión de muchísima gente, pero alcanzable solo para uno.

Ser uno entre todos, o entre muchos, es ser un genio, algo inalcanzable estadísticamente, muchos somos los llamados, los premios son una ilusión entre muchos ceros sin uno delante.

Escucho músicos desconocidos, hay tanto bueno por ahí sin recompensa. Un azar ha traído recientemente las misas de Schubert a mi lector de música; yo que tanto admiro al genio más truncado de la historia, desconocía estas obras maestras, me bastaba con las cincuenta que conocía de él.

¿Cuánta gente oirá estos días el disco de Wolfrang Sawallisch de finales de los 70 que tengo yo y que es una referencia de la mejor versión grabada para algún crítico? A lo mejor nadie más en el mundo está escuchando esta versión en toda esta semana. Siento sus ecos en una cueva solitaria.

Necesito un nieto, pero mi hija no me lo dará hasta que no descubra que quiere ser madre. Ojalá lo descubra a tiempo para ella, pero también a tiempo para mí. Yo a su edad lo descartaba absolutamente; tan solo quería tener la posibilidad: que no me fuera negado porque no pudiera arriesgarme económicamente.

Mi hija está lejos de mí, viviendo su vida, antes me regalaba amor, compañía, sorpresa y conocimientos a través de sus ojos, de su ilusión limpia.

Hoy no sé lo que piensa ni lo que está haciendo, es investigadora matemática en Inglaterra, trató de explicarme algo el año pasado pero fui incapaz de comprender. Hace tiempo que murió la niña que había en ella, aunque quizá esté durmiendo, ojalá despierte... y yo que lo vea.

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