LOS
PARISINOS Y PARISINAS
Los
transportes públicos, las aceras de la ciudad, los establecimientos, nos
regalan elegancia animada. En lo cutáneo masculino París está lleno de melanina. Las
razas africanas dominan con sus líneas de apretada musculosidad y acentuado
sigilo, la estética humana parisina. Todos eran negros en la seguridad de las tiendas más caras de los Campos Elíseos. Imponentes. No es extraño que el deporte
francés viva de esta gente. Lo raro es que nosotros, sólo con españoles
blancos, algunas veces les ganemos.
No sé,
puede que sea un sesgo de mi mirada de macho, pero todavía ellas, las finas parisinas
“europeas” con su marcada indiferencia, andar resuelto, sus vestidos (mucha
proporción de mujeres con falda), esos movimientos de vaivén, de glúteo libre, atrajeron mi atención
terrestre. Uno se siente apabullado ante su rectilíneo deambular, como un paleto que no
tuviera derecho a compartir la acera, como si mi pasmo cardeñosense desarmonizara su paso.
Es voluntario, pero también un poco obligatorio, admirarlas.
Es voluntario, pero también un poco obligatorio, admirarlas.
una foto que robé a unos modelos en una sesión publicitaria en la plaza de la Concordia
Casi todos los bares y cervecerías ocupan los metros lineales de su fachada con mesitas y sillitas donde los lugareños y algunos visitantes que juegan a ser parisinos. Suelen tener protección acristalada; es como el escaparate del bar, donde la gente sostiene con arte el pocillo de café o fuman, proyectando en el visitante la impresión de que están diciendo algo interesante, elevado, filosófico... Uno se da cuenta de que París es el centro de Europa y que no es por azar que, desde hace tantos años, pasemos tantos por allí. Desde este nuestro país periférico envido la elegante indiferencia de los que saben que siempre vendrán a verles muchas gentes. Supongo que eso hace tener esa apostura; al fin y al cabo ellos están en París y nosotros pasamos, y otros vendrán y así pasará siempre, con razón pueden pavonearse.
Lamento sinceramente que no hayamos hecho el dispendio económico de jugar a ser como ellos, ocupando -siquiera una vez- esos espacios. El centinela tacaño que llevo dentro atenaza estas iniciativas.
No sé: quiero pensar que hubiéramos visto París desde el escenario.
Que nos habría costado quince euros la broma, eso es cierto; pero nunca sabremos como se veía París desde allí.
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