Creo que hubiera sido la ciudad francesa más grande que hubiéramos podido ver en todo este viaje, pero ya estábamos cansados. Se fatiga uno de la belleza, y hasta de descubrir, el cuerpo pide casa y los espacios propios, reubicarse en la seguridad, también está flotando la incertidumbre de si habrá pasado algo en nuestro hogar, y el deseo de no forzar más la suerte de salir bienparados.
Yo hubiera querido parar en un campo de concentración donde alojaron a los republicanos españoles Argelés Sur Mer, también pasamos, pero no podíamos esta vez dejar de ver Coillure.
Es un pueblo costero y mediterráneo, querido por los franceses por sus playas aunque sean pequeñas, son sureñas. También por su castillo que es un cuartel. Había soldados entrenando, jugando a la guerra.
Por cierto, imposible aparcar sin pagar, compramos un tiquet para tres horas, que no llegamos a agotar.
Y vimos el mar que había estado esquivándonos todo el viaje.
Eso que íbamos a buscar. Pillamos una excursión y muchos selfies, poco machadiano me resultaba aquel ambiente. Me conmovió más (o me gustó más hace cuarenta años, que no sé cómo lo tendrán ahora) el nicho de Unamuno, que solo tenía unos versos.
Somos de emociones íntimas,
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