martes, 21 de abril de 2020

CIUDADES

El año pasado, lo sabéis bien los asiduos, me enamoré mucho y bien de Francia. Sigo leyendo La Peste de Camus  y ahora me salió la palabra “escaparate” y me ha detenido para escribir. Escaparate es algo muy francés; desde dentro de un escaparate recordamos grandes fotos de Robert Doissenau.

Yo me acordé de una mujer que estaba pasando a primera hora un plumero dentro de su escaparate de una pequeña tienda de cerámica en Limoges. Me fijé en lo atractiva que era, en lo desenvuelta que se movía, y cómo, de vez en cuando, rectificaba la colocación de alguna de las piezas: se estaba gustando y me estaba gustando; lo sabía igual que yo. Quizá todo era parte de la preventa; porque me daban ganas de comprar algo de tan bonito que me parecía todo: las cerámicas, su  ilusión de ser una pequeña empresaria, la clase -ese intangible tan francés- , pero la mercancía no tenía puestos precios, y yo soy bien tacaño y práctico. La razón ganó a la seducción: sería estúpido haber caído en ese capricho que luego no sabría donde poner.

 

Mi pensamiento vuela a esa y todas las demás ciudades francesas, españolas, italianas o  portuguesas, que he visto levantarse todas las mañanas para gustar y para gustarse, para seducir y traficar con la belleza a fin de atrapar par la caja registradora con el señuelo de tantas cosas innecesarias que se compran porque sí y que ahora sabemos que no se están vendiendo. Todo ese trabajo, toda la ilusión sembrada y germinada a través de los años y la costumbre está chafada en casa, encarcelada por esta aterrorizada primavera.

Pensé en otra mujer que regentaba un hotelito en Nantes, bastante lejos del centro, a trasmano. Quizá por eso era extremadamente amable, nos comentó que tenía una limpiadora peruana y ello le estaba haciendo aprender a marchas forzadas español, y se sentía orgullosa de que se lo reconociéramos, y continuaba ateclándonos con su conocimiento. Nos mostró su hotel y nos dijo que podíamos disponer del jardín y también del salón como si estuviéramos en nuestra casa y que, además, podíamos traer comida de fuera si nos apetecía, que para eso había mesas, nos dio folletos para visitar la ciudad y nos recomendó orgullosa el  magnífico elefante de madera que está en la isla fluvial. Todo muy cuidado y agradable, para un hotel que no era muy nuevo, y ya lo he dicho, alejado del centro, pero el cariño con el que nos mostraba sus encantos nos hizo sentirnos contentos de haberlo elegido.

Todos los lugares hermosos de Europa que aún no conocemos, Lyon, Rocamadour, Florencia, Siena, Venecia, Carcasonne, Reims, Gante, Brujas, y tantos que querríamos revisitar están congelados, pasmados; criando polvo, frustración y pérdidas. Todo el cariño con el que los viejos maestros de obras dirigieron a los esforzados albañiles para  levantar los palacios y catedrales, los teatros de ópera, los pasajes comerciales, los jardines, las plazas, todo aquello que se hizo hermoso a base de andamios y muertos,  y que se sigue hermoseando periódicamente  para el placer de la vista, la admiración por el trabajo de la humanidad, nadie lo descubre y nadie puede revenderlo.
Es horrible pensar en el desaire que supone para la Gioconda estar sola sin que miles de ojos se aprieten en la cola más disputada del mundo, para intentar en medio minuto escaso contener la respiración descifrando su sonrisa y su mirada; que el Nacimiento de Venus, esa  moza rubia no tenga necesidad de tapar su pubis porque hace tiempo que nadie más que el vigilante pasa por delante de sus encantos. Qué aburridos tienen que estar los personajillos de El Jardín de las Delicias tras dos meses a la sombra. Qué tristes las ciudades, sus mercados primorosos, las fiestas, sus figuras de reloj dando la hora, todo está sepultado en la niebla de la impotencia, del letargo, de la antipatía, del desdén, aunque sea tan involuntario.

 

 
Yo ya me había hecho un turista con imperiosa necesidad de programar homenajes a lo bello, y de, modestamente, también mantener a sus herederos y cuidadores. Ahora no sé si este verano que puede no llegar, tendré valor, y todas esas amables y detallistas señoras que esperaban vivir un poco de mí y de muchos más en su hermoseado mundo tampoco saben si volverán los tiempos que conocimos.
 
Hace poco compré una edición argentina de los años 70 de este clásico. Anda por encima de las mesas y las mesillas sin encontrar sitio en ninguna estantería. Olvidaos del terrible título de libro y solo mirad como su triste ilustración nos rebela tanto de cómo está todo.
 
 

 
 
 
 

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