Yo me
acordé de una mujer que estaba pasando a primera hora un plumero dentro de su
escaparate de una pequeña tienda de cerámica en Limoges. Me fijé en lo
atractiva que era, en lo desenvuelta que se movía, y cómo, de vez en cuando, rectificaba
la colocación de alguna de las piezas: se estaba gustando y me estaba gustando;
lo sabía igual que yo. Quizá todo era parte de la preventa; porque me daban
ganas de comprar algo de tan bonito que me parecía todo: las cerámicas, su ilusión de ser una pequeña empresaria, la
clase -ese intangible tan francés- , pero la mercancía no tenía puestos precios, y yo soy bien tacaño y
práctico. La razón ganó a la seducción: sería estúpido haber caído en ese capricho que luego
no sabría donde poner.
Mi pensamiento vuela a esa y todas las demás ciudades francesas, españolas, italianas o
portuguesas, que he visto levantarse todas las mañanas para gustar y para gustarse, para
seducir y traficar con la belleza a fin de atrapar par la caja registradora con el señuelo de
tantas cosas innecesarias que se compran porque sí y que ahora sabemos que no
se están vendiendo. Todo ese trabajo, toda la ilusión sembrada y germinada a
través de los años y la costumbre está chafada en casa, encarcelada por esta aterrorizada
primavera.
Pensé
en otra mujer que regentaba un hotelito en Nantes, bastante lejos del centro, a
trasmano. Quizá por eso era extremadamente amable, nos comentó que tenía una limpiadora peruana
y ello le estaba haciendo aprender a marchas forzadas español, y se sentía
orgullosa de que se lo reconociéramos, y continuaba ateclándonos con su conocimiento. Nos
mostró su hotel y nos dijo que podíamos disponer del jardín y también del salón
como si estuviéramos en nuestra casa y que, además, podíamos traer comida de fuera si
nos apetecía, que para eso había mesas, nos dio folletos para visitar la ciudad y nos recomendó orgullosa
el magnífico elefante de madera que está en la isla fluvial. Todo muy cuidado y agradable, para un hotel que no era muy nuevo, y
ya lo he dicho, alejado del centro, pero el cariño con el que nos mostraba
sus encantos nos hizo sentirnos contentos de haberlo elegido.
Todos
los lugares hermosos de Europa que aún no conocemos, Lyon, Rocamadour, Florencia,
Siena, Venecia, Carcasonne, Reims, Gante, Brujas, y tantos que querríamos
revisitar están congelados, pasmados; criando polvo, frustración y pérdidas.
Todo el cariño con el que los viejos maestros de obras dirigieron a los
esforzados albañiles para levantar los
palacios y catedrales, los teatros de ópera, los pasajes comerciales, los
jardines, las plazas, todo aquello que se hizo hermoso a base de andamios y
muertos, y que se sigue hermoseando
periódicamente para el placer de la
vista, la admiración por el trabajo de la humanidad, nadie lo descubre y nadie
puede revenderlo.
Es horrible pensar en el desaire que supone para la
Gioconda estar sola sin que miles de ojos se aprieten en la cola más disputada del
mundo, para intentar en medio minuto escaso contener la respiración descifrando su sonrisa y su mirada; que el
Nacimiento de Venus, esa moza rubia no
tenga necesidad de tapar su pubis porque hace tiempo que nadie más que el
vigilante pasa por delante de sus encantos. Qué aburridos tienen que estar los
personajillos de El Jardín de las Delicias tras dos meses a la sombra. Qué tristes las ciudades, sus mercados primorosos, las fiestas, sus figuras de reloj dando
la hora, todo está sepultado en la niebla de la impotencia, del letargo, de la
antipatía, del desdén, aunque sea tan involuntario.
Yo ya
me había hecho un turista con imperiosa necesidad de programar homenajes a lo bello, y de,
modestamente, también mantener a sus herederos y cuidadores. Ahora no sé si este
verano que puede no llegar, tendré valor, y todas esas amables y detallistas señoras que esperaban
vivir un poco de mí y de muchos más en su hermoseado mundo tampoco saben si volverán los tiempos que
conocimos.
Hace poco compré una edición argentina de los años 70 de este clásico. Anda por encima de las mesas y las mesillas sin encontrar sitio en ninguna estantería. Olvidaos del terrible título de libro y solo mirad como su triste ilustración nos rebela tanto de cómo está todo.
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