Me
fueron dados conocer, -ya que viví mis trece
primeros años en un pueblo de perros abundantes y todos sueltos-, las
pulsiones e intereses vitales de estos mamíferos, parcialmente domesticados
entonces.
Y
cuando me surge este tipo de avatar contemporáneo que voy a contaros, me acuerdo del único abuelo que conocí: creo
firmemente que si le contara la presente historia perruna le sería igual de
increíble que lo de los teléfonos móviles.
Empezaré
por contar lo que supe bien de niño: cuando una perra estaba en celo desaparecían
todos los perros machos del resto de las calles para concentrarse, como si
fueran a repartirles confites, en la calle de la encelada. Hasta algunos perros
ovejeros abandonaran sus obligaciones; sus pulsiones sexuales o reproductivas
vencían al miedo a incumplir sus paradigmáticos cargos de fidelidad, guía y
custodia (y a la cayada iracunda del pastor).
Las
mejores peleas de perros que yo haya visto se produjeron por cualquier damisela
sumisa de clítoris hipertrofiado y, a lo que se ve, oloroso. (A mí me gustaban
los perros machos y me daba mucha rabia que se mordieran y estropearan tanto
por cubrir a la vil perrucha que estaba allí) (otros niños, más españoles que
yo, gozaban del cruento espectáculo, animando y cruzando porfías sobre quien
vencería y montaría)
Termino
diciendo que sigo pensando que lo más sorprendente de ese espectáculo era el nulo sentimiento de
venganza del derrotado que se veía obligado a presenciar como el macho alfa se
cepillaba con su berbiquí a la perra y se enganchaba pacíficamente a su coño. Completamente abatido varios minutos mientras se corría, a merced de un cuarto de ataque de los que los perros machos se
habían propinado rabiosamente minutos antes. El código de honor perruno es,
verdaderamente, caballeroso.
Años
después, en la Salamanca
de 1984, una ciudad de más de 150.000 habitantes, como estudiante modesto viví
en los antepenúltimos bloques urbanos del extrarradio. Como esta ciudad ya
tenía tráfico denso, unas fábricas químicas de abonos y la azucarera que emitía
enormes columnas de denso olor, no
pensé yo que una perrita encerrada en un segundo piso fuera capaz de convocar
ocho o diez perros, callejeros o escapados de sus amos poco diligentes en la
custodia de animales tan fácilmente atropellables, pero sucedió: durante unos
días tuvimos una guardia permanente de Ciranos enamorados cantando a la
encelada. Hasta que no se pasaron los días el reclamo hormonal no
desaparecieron de allí.
Todo lo
anterior es para poner en antecedentes de una historia que cayó entre mis manos
ya en este milenio, en forma de expediente judicial sobre la mesa de uno de mis
múltiples destinos.
Resulta
que hay dos chalés con pequeña parcela anexa,
no necesariamente vecinos, pero sí próximos. En el chalet “A” vive un
perro macho, no sé si con mucho o poco pedigrí o de una raza más o menos
cotizada; esto no se detalla en los autos.
En el
chalet “B” mora una perrita, pongo el diminutivo porque así tiene una
connotación de virginidad que me viene muy bien al caso. Esta hembra no había
sido inhibida químicamente de sus funciones sexuales (terapia que tampoco
entendería mi abuelo) y pasó lo que tenía que pasar.
No
suele haber paredes lo suficientemente
altas para frenar la pulsión sexual de un perro macho. Así que escarbó se arrastró
o saltó lo salvable hasta la emisora hormonal.
Según
denunció el dueño de la perrita “B” vio como el perro del chalet “A” montaba a
su perra. Y, airado, lo espantó. El animal huyó. Yo creo que esto tuvo que ser muy
al principio o muy al final, porque, se desengancharon, y -vuelvo a remitirme
a mis conocimientos pueblerinos-, esto
era imposible hasta la completa ejecución seminal.
El
dueño del chalet B, temeroso, cual padre antiguo, de las consecuencias en forma
de camada indeseada que mantener, o quien sabe si quizá ultrajado en su
calderoniana moral, por el perro de un vecino con el que -a buen seguro- ya
entonces no se llevaba bien, decidió
cortar por lo sano y llevó a la perrita a un veterinario que, según la factura
de 68 euros, IVA incluido, que consta en autos, suministró por vía intravenosa
un abortivo para evitar la consecuencia natural de aquello que había sido tan
inevitable por la naturaleza de la llamada sexual perruna.
A
continuación acudió al chalet con la perrita ultrajada, para exigir del dueño
del perro que abonara, al menos, la factura de la clínica veterinaria.
Esta
petición de cuentas no debió ser atendida, ni siquiera bien recibida, por el
vecino, con lo que inicióse una denuncia por responsabilidad patrimonial
extracontractual del 1905 del código civil.
Voy a
decir que la sentencia me decepcionó literariamente, con tanto que tenía a su
favor para lucirse. No se especuló sobre la violación, ni tampoco de relaciones consentidas, de determinismo animal...
A mí me
tocó embargar los 68 euros al dueño del chalet A, por no tener lo suficientemente
bien asegurado su instinto, ya que obviamente el perro macho escapó y penetró en
el chalet B. En la sentencia no se
utiliza un verbo tan apropiado y ambivalente.
Al
firmarme el recibí del requerimiento me tocó escuchar del dueño, no con malos modos, (la gente entiende que es nuestro trabajo, pero aún así se desahoga, y a nosotros poco nos importa esto si nos firma) las eternas cantinelas de "cómo está la justicia, no tenéis otra cosa mejor que hacer" : “Por esta cantidad se
consiguen dos servicios en el barrio chino, con sus respectivas copas, ¡dónde
vamos a parar!”
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