Recuerdo
vagamente que existe una película de Juan Antonio Bardem en la que se narran
tres días críticos que sufrió la democracia española hacia 1980. Se juntaron
atentados terroristas de ETA, ruidos de sables, (conspiraciones
militares como la que cuajó en el intento de golpe de estado del 23 de febrero
de 1.981) un secuestro de la
Banda Grapo y la matanza de Atocha, perpetrada por
utraderechistas que mataron a varios abogados y empleados de Comisiones Obreras
que estaban reunidos en un despacho. Al cabo de esos días el gobierno respiró
porque la policía logró solventar los secuestros y siempre se habla de la
responsabilidad del Partido Comunista, con gran músculo organizativo, todavía
clandestino, que se conformó con manifestarse en silencio en el entierro de sus
abogados.
Hay
veces, escribí aquí en noviembre de 2012 mis primeros días cuando trabajé en un
juzgado de Salamanca, en los que se junta todo y uno se sumerge en una negrura
de la que parece que no va a ser capaz de salir indemne.
Yo he
disfrutado del resto de mis días de vacación en este enero de 2015, pero unos
días antes de que las tomara se me estropeó, (se quedó bloqueado el zoom), mi querida cámara de
fotografiar Fuji. Sin encarrilar todavía esta situación, el primer día de vacaciones
-jueves 22, por la mañana-, perdí mis gafas bifocales que hace cinco años me
costaron 450 euros, en el huerto. No fui capaz de encontrarlas a pesar de
convocar la joven vista de mi hija al rastreo, pero ya no soy nadie en el
exterior sin mis gafas y de anochecida decidí el día siguiente ir a encargarme
otras. En ese mismo día la compañía del seguro viejo de mi automóvil me amenazó
por carta con cobrarme la prima del año entero, amparándose en que debía
haberles preavisado que no lo renovaba con dos meses de antelación (lo hice con
mes y medio). Sin gafas, a tientas y de mal humor, no dejé por la tarde de
buscar las lentes perdidas, pero no las hallé y tampoco pude trabajar a gusto
en la poda de maleza del huerto por
temor a pisar las gafas. Para más INRI
se me partió el tornillo de las tijeras de podar.
Esa
noche dormí fatal, pero me levanté a las cuatro a escribir una carta a la
compañía de seguros. Me satisfizo cómo había quedado la carta y, de momento, me
quedé liberado del peso de la inacción.
También pude reparar chapuceramente las tijeras de podar, aunque se
estropean constantemente y habré de comprar otras porque, definitivamente,
tienen unas piezas desgastadas. Resultó bastante más sencillo de lo que parecía
(y totalmente gratuito al estar en garantía) el enviar la cámara al servicio
técnico de Fuji. Pero lo que empezó a
remontar la fatalidad fue que ese viernes pude adquirir un par de gafas por 67
euros que me parecieron tan baratas, que
además compré, por 20 € más, un suplemento de gafa de sol para poner encima
de una de ellas, mi mayor sorpresa es que como decidí hacérmelas sólo “de
lejos” y no bifocales, al final de la tarde tuve mis gafas nuevas.
Empezar
a ver bien, es como salir de cualquier enfermedad, o de un dolor de muelas, superar una limitación tan importante. No obstante, ni con las gafas nuevas era capaz de encontrar las viejas, seguí palpando
y rebuscando, y en la desesperación llegué a pensar que como son tan ligeras,
se las habría llevado una urraca. Me olvidé de ellas y seguí trabajando en
otros lugares del huerto, pero en un plan de perseverancia decidí podar palmo a
palmo toda la vegetación del entorno donde las perdí. Mi fe se reducía, porque no aparecieron hasta el
final, prendidas en la base de un arbusto de hiedra. En aquel momento recuperé
450 euros y unas gafas bifocales que me permiten ver la televisión y mirar el
mando sin tener que levantármelas como tengo que hacer con las que son
exclusivamente de lejos, si no quiero hacerlo “a tientas”. Tres días perdidos
en búsquedas y la desazón de creer no encontrar nunca algo tan valioso. Había
momentos en los que pensaba como aquellos a los que secuestran a sus hijos, por
lo menos encontrar el cadáver, es decir: pisar las gafas de una vez para
olvidarlas.
Todo
ello me ha retrasado mis proyectos vacacionales, que eran, aparte de limpiar el
huerto, iniciar seriamente una novela, e ir al dentista para lo cual la merma
de presencia de ánimo que me supusieron esos contratiempos han hecho que lo
deje, para mejor ocasión. Debo hacerlo, pero... un poco más adelante.
Y en
esto, se me acaban las vacaciones.
La vida
es perder el tiempo. Algo se aprende, y el escribirlo, como estoy haciendo yo
ahora, ayuda a saber que, entre la zozobra y las pérdidas, se aprendieron
cosas. (Aunque haya que perder tres cuartos de hora más como acabo de hacer ahora
mismo yo).
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