lunes, 8 de diciembre de 2014

“El bosque animado”: sensibilidad sobre carnes vivas.


Los españoles conocemos “El bosque animado” como la película dirigida por José Luis Cuerda sobre el guión  de Rafael Azcona, adobada con un elenco de actores en sazón para los personajes que les fueron asignados: Alfredo Landa, Tito Valverde, Manuel Aleixandre, Miguel Rellán, Fernando Fernán Gómez, Luis Ciges... que recrearon una obra graciosa, amable y muy humana. Es una de las grandes películas del cine español de todos los tiempos.

Pero la película no es fiel a la novela de Wenceslao Fernández Flórez, y no sólo – pasa en muchos casos- porque no la abarque: el bosque animado contiene además una película de Disney, con animales humanizados que hablan, y lluvia y vegetación también animada, además de una serie de cuentos interiores ejemplares, (como esos que surgen en el Quijote, para entendernos).
Pero no es porque no la abarque. Aclararé por qué la película no es fiel: no sería comercial poner tanta amargura como hay en el libro. Existe una pincelada bien amarga, la imprudente muerte de una niña, que por el pavor que le inspira su ama,  se tira del tren en marcha. Pero no logra empañar el tono de la comedia, cosa que la novela “El Bosque Animado” de Wenceslao Fernández Flórez creo que no es.

En el estudio previo del libro se contiene la confesión del autor más nihilista:
Amigo mío, voy a contarte una gran verdad. La única gran verdad. Óyela: Dios no sabe que existimos. Dios ha hecho este diminuto planeta y muchísimos planetas más, y el sol, y muchísimos soles más. (...) Pues bien: en uno de esos mundos perdidos en el espacio sin principio ni fin, hemos aparecido nosotros como una contingencia, como una microscópica e inapreciable contingencia. Como aparecen en el queso los gusanos. Es posible que el gusano crea que el que fabricó el queso lo creó a él y le asignó un destino, y lo vigila preocupadamente. Pero nosotros sabemos que no es así. Sería muy agradable, sin duda alguna, tener una misión. Esto realzaría nuestra importancia, y, sobre todo, nos libraría del aburrimiento. La vida, amigo mío, se columpia entre el dolor y el tedio, un tedio grumoso y pegadizo que hay en el fondo de todas las almas. Sobre ser aburrida, es injusta y es cruel, desquiciada y sin meta.

La obra, a pesar de estar imbuida por esta filosofía, contiene ocasionalmente mucho y buen sentido del humor, -como otra suya “El Malvado Carabel”, que ya comenté hace un par de años-, pero es como el humor que acompaña a nuestras vidas: podemos disfrutarlo cuando somos felices y no nos bombardean las tragedias, las muertes inesperadas o el doloroso declive de la salud, que es como acabamos todos. Al final los muertos no se ríen de sí mismos, y nadie se ríe de los muertos. Nadie se reiría con/de Groucho Marx en su agonía. Este libro narra más agonías y esperanzas incumplidas que otra cosa, por eso es más trágico que cómico.



Pero Wenceslao, a pesar de que manifiesta que Dios no puede vigilar a sus más ínfimas criaturas,  demuestra que sí se puede.

Había una nube color de topo apoyada en el monte Xalo, una nube pesada y desmedida que abrumaba el horizonte y vino el viento sur, afirmó los pies en el valle y se la echó a los hombros como un mozo puede cargar un saco de trigo colocado en un poyo. Pesaba tanto la nube que en la tierra se sentía el aliento tibio y húmedo del viento que jadeaba ráfagas. Quería llevarla hasta el mar, aún lejano; pero al pasar por Cecebre los pinos que hay en las alturas de Quintán rasgaron loa cenicienta envoltura y todos los granos de agua cayeron, apretados, sucesivos, inagotables, sobre la verde y quebrada extensión del suelo.
Llovió tanto que parecía mentira que restase aire para respirar en el espacio lleno de hilos líquidos  y de partículas acuosas que iban y venían, flotando, con aspecto de diminutos seres vivos, como si aquel mar tuviese también su plancton. El viento, quizá sorprendido por su fracaso o afligido por su torpeza se había quedado quieto, quieto, talla criada que rompió la pecera y encharcó la alfombra. Y en varios días nada se movió bajo la lluvia: ni hojas ni pájaros ni hombres. En los establos penumbrosos los bueyes fumaban sus propio aliento, y en el balcón tachado del cura, el gato –con la cola pegada al costado izquierdo, como una espada- , sentado sobre su vientre, miraba con ojos de chino una hora y otra hora, entre los barrotes pintados de azul, cómo caían tubitos de cristal desde las tejas, adormecido en romanticismo.
Entonces la tierra se puso a trabajar, según su vieja sabiduría, para no anegarse; porque a la tierra le dura aún el terror del Diluvio y por eso emana de ella no sé qué de expectación solemne y de angustias que nos penetra imprecisamente cuando la flagelan los chubascos. ¿Dónde meter, Señor, tanta agua? ¿Qué hacer con ella? Y primero la escondió en los sembrados esponjosos y bajo la hierba de los prados, y luego hizo barro del polvo de los caminos, y como aún caía más, todo se dedicó a ayudarla: las plantas bebieron hasta engordar; las corredoiras aviniéronse a convertirse en cauce; los arroyuelos que bajan hasta el río, olvidados entre herbazales, se dieron una prisa ruidosa en llevar y verter su hinchada corriente; cada planicie arada se hizo cartel de escudo, a barras alternadas de plata y ocre, y como escudos de metal abandonados nacieron aquí y allá charcos inmóviles.
En la fraga trabajaron también; los musgos se ensancharon; las piedrecitas de cuarzo de los senderillos dieron toda la tierra que adhirieran y se quedaron blancas y delatadas; cada hoja cargó todas las gotas que pudo soportar y las sostuvo en lo alto, y esos enanitos de gorros de colores que son los hongos, que tienen sangre de agua porque son hijos de la lluvia, nacieron a centenares, bruscos como un milagro, maliciosos y burlones (...)

PD He copiado mucho, pero lo suyo es copiar el libro, que todo él raya a esta altura.

No hay comentarios:

Publicar un comentario