martes, 4 de junio de 2019

Embriagado de un mar íntimo.



figurantes (a veces la gente se pone tan naturalmente apacible)


una isla en la arena (me sentí gaviota al hacer esta foto)

Hasta los 27 años no tuve coche y fue montado en él que vi por primera vez el mar. No tengo cultura de playa y ya no me ha dado tiempo a desarrollarla, porque que hasta esa alta edad también carecí de cultura viajera. Estoy modestamente en esto último, y así que no me quedaba tiempo para amar ese ser tan profundo que es el mar.

Cuando mi hija era una niña me he bañado en algunas playas mediterráneas o atlánticas; también hemos jugado mucho: hasta  una vez me enterró en arena en una playa de Almería.

Pero siempre vi al señor mar en pleno verano, con prisa y ruidos interfiriendo nuestro contacto, y nunca me pudo contar tantas cosas elementales como el pasado sábado.

Sí; habíamos subido en el mapa a ver el mar cántabro. Es como una conveniencia relajante, algo como que nos debemos periódicamente, que proporciona un bienestar difícilmente explicable con palabras. (También hacer de vez en cuando un viaje así, sin datos, sin arte ni urbanismo, nos hace parecemos más iguales a la otra gente).

El sábado me enamoré del mar. Sabía que me gustaba, pero esta vez, en aquel lugar, me correspondió; y yo le quise más.
Escribo el nombre de la playa: se llama Gerra, una palabra difícilmente pronunciable para los extranjeros, una palabra que para mí ahora es de lo mejor, aunque si le añadiémos una "u" nos quedará lo peor.

Lo que yo necesitaba con el mar era intimidad; escucharle, que me dibujara su arte de agua, cielo y tierra, vis a vis. Sucedió por primera vez en mi vida y ya siempre buscaré este mar, no me valdrá otro que no será capaz de llenarme, de comunicar.

Hablar de la gravidez de mi cuerpo, y de la arena que hace cuna a los pies para lamerte con un cariño animal, de las huellas humanas que se deja dibujar en el lienzo de playa que ofrece. Y las olas, y la espuma y esa intención que traen, que no es hostil sino cariñosa porque vienen a regalarte, a embaucarte, a narcotizarte: momentos hubo de embargarme un suave mareo. No sé como explicar esa tozudez irracional por recorrer toda la playa, queriendo corresponder al amor de las olas y a su música. El tiempo se relativiza y uno camina abrumado, poseído por ese ritmo, contemplativo.

Me declaro creyente de la religión del mar puro. (Es una religión porque no puede explicarse racionalmente). Aunque volví a mi casa, que es mi hogar, tierra adentro; pero el pasado sábado quizá alguna parte de mis genes recordó alguna vibración que tuvo en el mar algún remoto antecesor en la vida, quizá porque venimos de allí, antes de que se inventaran las palabras. Por eso emociona.



una chica me sirvió de espejo de modelo

había gente, pero no inundaba el mar como en otras playas que estuve.


también robé el reflejo de un surfista.
y mi mujer
y otros pacíficos paseantes


 estas huellas acaso sean la metáfora de nuestras vidas

por mucho que corramos, poco queda

el mar

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