domingo, 5 de mayo de 2024

Un viaje frustrado es otro viaje.

La vida no puede darnos siempre lo que queremos. Eso lo sabemos, seguro,  pero toda sabiduría ha de ser actualizada, si no deviene en ignorancia. El propósito de nuestra salida era llegar a la ciudad episcopal de Mondoñedo, una de las pocas catedrales que no hemos visto en España, y visitar la famosa "playa de las Catedrales" en la costa de la provincia de Lugo. Esta playa en verano está ocupadísima, tanto que cobran entrada. Y entretanto lo que saliera, que siempre sale. 

Era un fin de semana ideal para ello, por el buen tiempo previsto para aquellos lugares a estas alturas del año.

Siempre afirmo de mi humilde coche que es muy noble: su dirección, sus frenos, su motor. Da lo que exigimos de él, pero cada vez que falla, ya empieza a fallar, tiene casi 16 años y además son de intemperie, transmite impotencia y dudas sobre su continuidad. 

Así es la vida, la salud también.

Repito que está siendo un buen compañero, mirándolo con perspectiva, pero cuando uno se desazona por la frustración pierde la objetividad y se le adhieren pensamientos lúgubres. 

Yo hasta ahora siempre encuentro una salida mental. Resulta que estuvimos a punto, (no sé cuán lejos, pero me aplico la lección), de haber tenido algo mucho más grave que una avería recorte de viaje y vuelta a casa. Fue en el trayecto de ida por la autovía, no demasiado tiempo después de reponernos de los sustos mecánicos de pérdida momentánea de potencia, que se incorporaba un coche por la derecha vigorosamente  en el carril de aceleración. En estos casos miro de refilón al espejo de la izquierda y por cortesía me cambio al carril de mi izquierda para facilitarle la incorporación. No vi una rapidísima moto que venía adelantando por él. No sé lo cerca estuvo de pasar algo gravísimo, supongo que el motorista también estaba viendo al coche que se incorporaba por el carril de la derecha, pero tuvo que hacer una maniobra de evasión. Hubiera podido haber  chocado conmigo, más bien yo contra él, por culpa de  que no lo advertí. Una muerte habría sido una parada en mi vida, un proceso judicial terminando en un juicio. Mi seguro habría pagado, pero yo, culpable, habría debido conocer a la familia del muerto por mi imprudencia, no creo que saliera indemne de aquel suceso, y de los ojos de los familiares, aunque me miraran tan solo de refilón.

Aquel punto indeterminado, de la extensa provincia de León, dentro de la autovía del Noroeste Madrid-La Coruña, habría entrado en mi vida como una cicatriz indeleble, el punto kilométrico por el que pasamos en un segundo, que no es nada dentro de los millares de segundos que dura un viaje hasta cualquier mar, hubiera destrozado no sé cuántas vidas, incluida la mía.

Me vino esa reflexión mientras pensaba en la grúa y en los autobuses que debería tomar caso de que el lunes no me arreglaran el coche. Cuando sales de una, piensas en que no merecías aquella mala suerte, pero hay gente a la que le toca. Por eso no juego a la lotería, no quiero loterías malas ni buenas, solo pido lo justo, que el azar se mantenga al margen. Soy conservador y conformista. Quisiera ser siempre prudente. Mi padre revisaba los gases y se revisaba los bolsillos, miraba la cisterna del baño, y apretaba demasiado los grifos.

Conviene pararse a pensar en la muerte, y en unas cuantas desgracias posibles, es un antídoto.

Contaré el final. El lunes 11 a las nueve y cinco de la mañana fuimos con el coche a un taller que nos recomendó una chica del hotel donde nos alojamos. Se llama Talleres Mati, su dueño, joven supongo que hijo de otro Matías, fue muy amable, nos subió el coche a un elevador hidráulico y nos dijo que tenemos una pequeña fuga en la caja de cambios, y además se nos ha roto una soldadura del tubo de escape. Añadió que no podía hacer nada porque tenía todo el trabajo para el día comprometido, pero que no nos preocupáramos: que podíamos volver a casa sin miedo pues el coche no nos dejaría tirados . Ha sido la única vez que he visto los bajos de mi coche, ¡Qué feos son los "bajos" de todos los coches! y aquel "podéis ir en paz" que decían al final de las misas, nos hizo responder "demos gracias a dios" y saqué mi cartera para pagarle los minutos y el consejo.

Aunque insistí, me dijo que por eso él no cobraba. El que haya gente buena y generosa que te ayude desinteresadamente te reconforta a la vez que te deja en deuda con la humanidad.

Los viajes que hacemos están llenos de bellas construcciones humanas, que se han trabajado a lo largo de los siglos para que los que pasemos por allí las disfrutemos. Eso no tiene precio. La conversación, las informaciones, la simpatía, los consejos y recomendaciones desinteresadas son algo que no solemos apreciar, tampoco cuando los damos, pero también es necesaria parte del placer de viajar.

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