lunes, 27 de agosto de 2018

Las vacaciones perdidas.

Ayer fue mi último día de vacaciones. Por la noche es cuando descubrí que tenía que hacer varias cosas para las que ahora deberé buscar un hueco. En esos pasados días, que parecían tan amplios, aparentemente no lo encontré. Siempre pasa. El pesar del tiempo perdido se acumula con la vida. Solo parece que flotamos sobre ello cuando escribimos sobre esos recuerdos o cuando vemos fotos.

Se dice que el tiempo es oro, pero ahora la mayor parte del tiempo es plomo, que tiene menos densidad, pero también mucho menos brillo.
Dos mil dieciocho empieza a irse con los calores tórridos, que se van acortando, como los días. Ahora, en septiembre, vendrán fiestas. En mi casa me martiriza la música de las verbenas, así que maldita la gracia que me hacen. Lo que más deseo es que llueva para poder dormir sin ese ruido; soy un viejo egoísta que no comprende a los jóvenes de ahora.

Este verano no hicimos el proyectado viaje a Francia y tengo muy pocas fotos para recordar que estas vacaciones existieron. Me encuentro más feo, más gordo, más torpe y cada vez tengo que poner más autoengaño artificial y consciente para que la vida me resulte dulce. Las ilusiones cada vez son más débiles así que alimento la esperanza, mientras me entreno para que no me decepcione demasiado. Vivo en esa contradicción  que es razonable. Y yo sigo siendo razonable.

Las fotos ayudan a sujetar la vida, pero cuando veo las  de mis 20 años, me escuece más más el plomo del tiempo.
Fui el que está a la derecha. Me cuesta trabajo reconocerme.

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