lunes, 31 de julio de 2017

El nefasto modelo de diversión de la juventud española.(Una crónica que el año pasado no publiqué)

31/7/2017
Tengo una hija que está a punto de cumplir 17 años. A su lado tuve el privilegio de disfrutar de los teatros infantiles, (algunos muy imaginativos; otros para tontos, aunque siempre barnizados de un lenguaje ecologista y cívico). Una de las mayores gracias que da mi paternidad a la vida es poder haber visto las maravillosas películas de animación que hacen ahora Horton, Srek, Toy Strory,(en otro momento dije que los Miguel Ángel, Leonardo, el Bosco, Velázquez, de hoy están trabajando en eso, no tengo dudas)
Pero ya estamos en el proceloso mundo de la adolescencia y este verano me toca acercarme a ver eso del título de este artículo.
Han sido fiestas en Candelario, el pueblo de mil habitantes que está a tres kilómetros de Béjar. Mi hija ya venía reservando estos días con ilusión, porque sabía que tenía que pedir autorización para trasnochar. Me parece que quizá ha sido más amable esta última semana, menos desobediente y discutidora (es, además de adolescente, hija única, bien que lo siento)
El pasado jueves por la noche nos pidió permiso desde el telefonillo del portero electrónico para subir al frigorífico de  casa a dejar a refrescar las botellas que su grupito de amigas acababan de comprar e iban a llevarse el día siguiente a la fiesta. Estaba entre ellas "el tinto de verano": algo que ya ha tomado en nuestra presencia y que consideramos admisible, y -además saludable- verlo, porque eso indicaba que ahí estaba su alcohol, no eran completamente infantiles. Pero una casualidad hizo que yo, el viernes por la tarde, fuera a dejar unas cosas en el hueco de la escalera de nuestra pequeña comunidad de vecinos. ¿Qué harían allí dos flamantes botellas, una de ginebra rosa y otra de ron, si actualmente tenemos de vecinos un matrimonio que tiene una niña de dos años, una octogenaria y una pareja que se aproxima a los 90?

La verdad es que uno tarda eternos segundos en reaccionar: de repente un castillo de palos de sombrajo se te precipita al suelo y en el estrépito de esos palos, asciende una nubecilla de polvo de la verdad.
¿Tú también, hija mía?

Por supuesto, las botellas fueron confiscadas; por supuesto, la autorización para ir a la fiesta y trasnochar fue revocada en el acto. Pero todavía teníamos más tiempo de reflexionar. Claro, las botellas eran para todas, no podíamos "cortarles el rollo" a las demás. La gente lo hace así; bien visto lo tenemos todos los viernes y sábados en los cajeros de los supermercados: un comprador o compradora con el carnet en la boca de 18 años, por si se lo piden (que nunca lo he visto pedir) y un grupo de monaguillos o monaguillas acompañantes que miran ávidamente cómo se acumulan botellas en el otro lado de la caja y las van metiendo en bolsas, entre sonrisas furtivas y temores de que apareciera por el establecimiento algún familiar o vecino.

Claro; no podíamos negar la ilusión juvenil de nuestra hija, tantas semanas tiempo madurada y guasapeada; mi mujer estaba resuelta a hacerlo pero a mí me corresponde el papel de "poli bueno", de padre comprensivo, temeroso de las tensiones y de las frustraciones: la juventud es el momento de los escapes; posponerlos o tratar de extirparlos es más contraproducente que liberarlos dentro de un orden. Esos argumentos empleé para seducirla.
No levantamos la voz, no llamamos a los padres de las amigas, (quizá ni mi mujer tenga el teléfono de la madre de una) Yo no tengo ni el teléfono de las niñas. Nos limitamos a aceptar la promesa solemne de que no bebería, -ahora, ni el tinto de verano-, y solo les dejamos llevar una botella de ginebra, advirtiendo a la chica que vino a buscarla. Yo miré directamente a los ojos de mi hija en la concesión final. Su madre y yo teníamos decepción. Mucha decepción teniendo en cuenta que hemos presenciado en los últimos dos años el suicidio etílico de un hombre de unos 50 años que vivía cerca de nosotros; no debe llevar ni dos semanas muerto, y podemos decir que hemos presenciado la horrible cuesta abajo hasta el desolador final.

Bueno, me tocó ir con mi coche al pueblo de al lado a recoger a mi hija, a una hora prudencial: las tres de la mañana, con lo que pude echar un sueño antes. Ninguna de las compañeras se quiso venir con nosotros, ya que todas tenían la autorización inicial de "hasta las cinco". La verbena comenzaba a las 12 de la noche protagonizada por una flamante y atronadora orquesta, -nosotros la oíamos desde nuestra casa a pesar de haber un monte de por medio- con cañones de luz, enorme videopantalla, luces, efectos de humo, cambios de vestuario y cantantes de ambos sexos, muy animantes y animados.
Pero ese no era el único montaje espectacular de las fiestas de Candelario. Según llegábamos en una curva había un control de alcoholemia con luces intermitentes varios guardias civiles con sus "pirulos" reflectantes y sus coches destellantes. El control no era para los padres que íbamos de ida a las tres, sino para los que venían de vuelta.
Al llegar a Candelario lo que vi, entre varios coches y guardias civiles más, fue toda una flota de taxis haciendo cola. Eso explicó que el sábado por la mañana no hubiera ningún taxi en la parada de Béjar, todos estaban durmiendo la resaca de la fiesta. Yo muchas veces me he preguntado de qué viven los aburridos taxistas de Béjar, que están en su parada de tertulia o leyendo, o viendo una película en el coche. Bueno, pues gracias a mi hija supe que viven de hacer el agosto en las fiestas como ésta. Es lo más cómodo para los hijos, y para los padres que no tienen por qué interrumpir su sueño, que ese servicio público esté allí, así pueden beber y el riesgo mayor lo corre la tapicería del taxi, que alguno de los pasajeros llegue a vomitar; peligro cierto porque en tres kilómetros de Candelario a Béjar hay un buen puñado de curvas.

Voy a la diversión: el espectáculo es desagradable para un padre que acaba de interrumpir su sueño para ir a buscar a su hija. Montones de chicos y chicas hablando muy alto frente a montañas de bolsas con botellas y vasos de plástico, y botellas de vidrio, -muchas terminan rotas-, todo en círculos de gente que baila poco, porque, fundamentalmente, bebe y bebe y vuelve a beber, porque les sale a precio de supermercado, mientras tienen la música de fondo de un espectáculo que, desde luego, no pueden subvencionar mucho los bares locales, que mayormente ponen cafés para los padres, para los taxistas y para los guardias civiles a quienes nos toca vigilar el nefasto modelo de diversión de la juventud española.
Esto no puede seguir así. Las leyes están para hacer pedagogía también. Se deben, por bien de la hostelería local, que con sus precios más altos también impondría la mesura alcohólica; por bien de la fiesta, el baile, la música bien entendida, impedir que los jóvenes lleven su botellón descarado al alma de la fiesta, imponer prohibiciones: nadie entra a la fiesta con bebidas, la policía requisa, identifica y multa a los padres de los menores sorprendidos en los alrededores. Es severo y "corta el rollo", pero a la larga es regenerador y saludable.  Es penoso cruzar una plaza entre líquido azucarado derramado, vidrios rotos y jóvenes descarados y vacilantes. La fiesta no es eso, la diversión no es eso ni de lejos.

Volví con el gesto serio en el retrovisor de mi hija, todavía farfulló que le habíamos amputado parte de la fiesta. Aunque el epílogo que se perdió luego puede verse en Instagram, allí se van colgando, constantemente durante la madrugada y el día siguiente, las fotos y grabaciones de caras desencajadas y alardes etílicos. Esta juventud estética presume de lo que no hace de verdad, porque yo sé que divertirse es cantar, bailar, seducirse.., no dudo que todavía exista eso en alguna pequeña parte, pero la posmodernidad lo ha viciado de tal manera, que el día que descubran que diversión es sencilla y nunca industrial se darán cuenta de que se han perdido algo bueno. La diversión es artesanal parecida a comer pipas de girasol, que la gracia está en cacharlas con los dientes y disfrutarlas de una en una, y no embuchárselas peladas todas juntas, como también se venden ahora. Que el alcohol es útil si se está unos milímetros antes del famoso "puntillo": ese que suelta un poquito la lengua y desinhibe a los inhibidos.

Ahora todo es exprés, acelerado, low cost: una mierda. Y la solución, por cuadrada que parezca, es legislativa.

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