lunes, 12 de diciembre de 2016

La trama de antes y de ahora

Suena mal ¿verdad? en primer lugar a conspiración para delinquir, o como mucho a argumento de una obra dramática. Todo es más bien una relación organizada entre cosas; aunque su primera acepción en mi diccionario es: conjunto de hilos que, cruzados y enlazados con los de la urdimbre forman una tela.

Aquí quería yo venir, (aunque desde hace décadas pinta fatal para el textil que se fabrique en lugares diferentes de Asia), pero, -y ya me centro en lo que quiero comentar-  hace tiempo que la trama del tejido más importante que es el social se deshilacha y esto es malo.

Aunque todos lo preferimos: desde hace tiempo elegimos comprar en un supermercado donde escogemos lo que nos apetece sin que un tendero nos lo traiga y recomiende, evitando su presión, pero también su cara, su trato.
Ahora, con el comercio electrónico, nos libramos no solo de los tenderos, de las cajeras también. Conozco gente que presume de que lo compra todo por Internet. Muchas personas van distraídas por la calle mirando una pantallita, -hace años, la gente de las ciudades se distraía viendo escaparates- y otros  utilizan la dichosa pantallita para centrarse en ella a la puerta del médico, o esperando que llegue el próximo autobús, donde antes mucha gente  hablaba: los silencios molestos y el tropezar de las miradas hacían que se buscara conversación, la trama se enlazaba con la urdimbre.
Ahora, cada vez menos.
Pero alguien me refutará que existen las redes sociales, nuevas tramas sociales. Creo poco en ellas, hay mucha gente que tiene miles de amigos, pero esto es prostituir la palabra amistad, que es otra categoría, muy superior a ese invento comercial, (quizá algún día no lejano la primera acepción de la palabra amistad sea "cualidad de las personas relacionadas por facebook" y no "afecto personal, puro y desinteresado, ordinariamente recíproco, que nace y se fortalece con el trato").

Sí, los amigos deben ser personales, pero cómo si llevamos muchos años huyendo del trato personal. Las ciudades pequeñas se expandieron en viviendas unifamiliares en las que no hubiera nada que compartir y sí un garaje desde el que salir con un coche individual hacia donde fuera. Las plazas, los parques, los paseos se desusan cada vez más.

No en las grandes ciudades, que aumentan, pero allí casi todos son anónimos y no han de tener trato. Uno puede ir sentado en el metro oliendo el perfume -o el sobaco- de una persona durante media hora, y no tramar nada con él. En una pequeña localidad antes eso no era posible; existía la obligación de ser sociable, de entrelazarse.
Así sucede que nadie sonríe en el metro, todo el mundo se guarda su mejor cara, como si perdiera dinero regalando sonrisas.

 El mundo que nos está llegando es superindividual, feo, despegado, antipático. Aunque mirando las sonrisas que ponemos en las redes sociales nos queramos pintar lo contrario. Si hay alguien que se engaña creyéndose que tiene cuatro mil amigos, ¿por qué vamos a dudar que toda la gente es simpatiquísima si aparecen tantas sonrisas por las pantallas?

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