viernes, 9 de mayo de 2014

AUTOAYUDA

Escribo esto el día después de que haya aparecido muerto en su casa “en extrañas circunstancias” el saltador de longitud Yago Lamela, record de España de su especialidad.
Los saltos dejaron de progresar hace muchos años. En Tokio, hace veinte años aproximadamente, se produjo el milagro de que se superara el mítico record del 68 de Bob Beamon. Lo mismo pasa en la altura, lo cual no huele muy bien. Ahora todos los records viejos suenan a dopaje. Pero este no es el tema, creo.

El problema es que la lección más importante para cualquier ser humano consciente es aprender a vivir. Ésa no se da, ni se puede dar, en ningún curso, ni está escrita en ningún temario; es personal, porque, sobre todo, ha de adaptarse a las pretensiones vitales de cada cual.
Yo creo que en casos como los deportistas que, al final de su carrera, se convierten en “juguetes rotos”, es muy difícil de gestionar. El empacho de honores, reconocimientos, peticiones de entrevistas, autógrafos... la sensación de convertir en importante todo lo que se toca o dice, no cuadra bien con el vacío de cuando uno se retira y le solapan. El olvido, la soledad deben ser especialmente ofensivos. La justificación de su existencia se remonta a algo que ya no tiene valor, porque todos los días hay noticias deportivas, y esas, las que venden, son las importantes. Quizá no deba ahora hacer una tesis sobre los deportistas, pero como no es el primero (si es que ha sido suicidio) ni será el último que decide recortar su vida cuando queda en el apeadero, parece que debía extenderme, al menos, hasta aquí.

Creo que todos necesitamos para vivir una pequeñísima dosis de esperanza, que no desapareciera nunca de nuestro “disco duro”; pero eso no siempre es posible. La desesperanza real existe. Nadie puede, con 36 años, pensar que saltará nueve metros, pero la vida es mucho más, uno tiene que reinventar esperanzas, si sabe, y si no, debe aprender. Dada la importancia de la asignatura, deberíamos estar autoenseñándonos siempre.
Para eso está la conformidad, que es ajustar la vida a lo posible y amarlo. Amar la esperanza de que algo o alguien bueno aparecerá. Las religiones tienen tanto éxito porque trafican con la esperanza. Las religiones, con todos los matices que se quiera, son, por eso, buenas para una sociedad que quiera proteger la vida, porque actúan en el mercado de la esperanza ofreciendo el premio gordo: la inmortalidad en un paraíso o la reencarnación, y salvan a la mayoría.
Los que estamos solos en el mundo tenemos que resignarnos a esperanzas más materiales o  de menor calado espiritual. Aunque hay abismos; siempre surgen. La vida es dura y nos los presentará.
Para ello creo que es necesario saber aguantar la presión de la soledad, de la tristeza y de la desesperanza. Lo que se me ocurre es una receta homeopática, que es la que yo creo haber recibido. Que en la vida vayan apareciendo dosis no letales de soledad, tristeza y desesperanza. Con su superación empezamos a no temer tanto ya que la vida nos sitúe cerca del abismo y como Ulises, tendremos argumentos para amarrarnos y rechazar los cantos de las sirenas de la abulia que vienen de abajo, y seguir el viaje.

 Lo que es la esperanza: cuentan que algunos suicidas, los días antes de ejecutarse, están plácidos sin tensión, casi alegres, ¿Quién lo iba a pensar, con lo contento que se le veía? Pienso, en este caso que, habiendo decidido ya la salida, el propio fin les lleva a esperanzarse; por esa esperanza envenenada se iluminan. Sería posible aprovechar esa falsa esperanza, esa sonrisa pintada para la supervivencia. Seguro que mucha gente ha salido si alguien le ha echado una mano en ese preciso momento.

Claro que cada vida es un mundo. No existe ningún consejo ni receta definitivo, salvo que hay que aprender a gestionar la esperanza y la desesperanza.


En España se dice, aunque es polisémica la palabra “principios”, que “los gitanos no quieren buenos principios para sus hijos” soslayando la racista acepción moral de esa palabra para el refrán así entendido, yo casi siempre lo he oído en el sentido de la sabiduría,  que para manejar la vida, como cualquier herramienta, hay que tener ampollas y hacer un callo. (Y no debería haber terminado  en mi huerta, haciendo analogías con mis manos encallecidas, pero he visto que gustan más los escritos con foto una foto de soledad invernal y otra esperanzada de primaveral compañía para terminar)


        





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