jueves, 20 de marzo de 2014

EL CLUB DE LA EXCELENCIA VENDEDORA (2)

La siguiente semana, reanudó la exposición Aniceto Torrent, porque a él le correspondían los lunes. Y así transcurrió la semana hacia el jueves en el que debería producirse el debut de Juan Chamorro. Pero otra vez logró paralizar de terror a sus compañeros con un hecho truculento, esta vez sucedido en la Tierra de Pinares soriana.
            Se casaba el menor de tres hermanos leñadores y, como gracia peculiar, los dos mayores llevaron la motosierra y un madero al convite; la idea era cumplir la tradición de cortar la corbata del novio con su instrumento de trabajo, poniendo así un poco de emoción adicional al convite. A pesar de las advertencias de los prudentes, el hermano mayor se puso a ejecutar el simpático alarde virtuosístico, acompañado del redoble  de tambor emocionado de algunas  mujeres que gritaban y se tapaban los ojos.
             -¡Tranquilas!, que nosotros  trabajamos con esto todos los días –balbució el hermano mayor  por el puro que tenía entre los labios-.
            Pero los chillidos clamando contra la temeridad, aumentaron hasta un volumen insoportable después de apagarse el motor de la motosierra.
Fue horrible.
Nada apagó esos gritos en la cabeza del ejecutor, que seis horas después de declarar ante la guardia civil y quedar en libertad por homicidio imprudente, fue hallado de puntillas sujetando  del cuello su culpa con una soga. No apareció a su lado, porque no era necesaria, la clásica  nota explicatoria.
   De nuevo Juan Chamorro había sembrado la consternación en el grupo. Y de esta manera volvió a pasar su turno. Pero la semana siguiente el ambiente estaba enrarecido. Los tres del núcleo inicial conspiraban para evitar el próximo regate dramático del representante de charcutería:

             -Este tío egoísta nos está chupando la sangre, se está quedando gratis con nuestras técnicas.
            -Vergüenza no puede ser, ni nervios. Esto es el morro de Chamorro; si tenía que tener relación con los cerdos..., el mamón este.
Ya lo esperaban para el siguiente jueves. Aquel día el grupo se encontraba en una pensión de Tordesillas.  No le consentirían que los embaucara de nuevo. Él no ignoraba los recelos: sentía la tensión del grupo, y también la suya propia, pero no se abstuvo de intentarlo:
            -He visto en el telediario unas imágenes horribles. Un baloncestista yugoslavo llamado Janko Jankovich....

              -¡Párate ahí!. Esta vez no te lo vamos a consentir.
            - Juan, no puedes seguir aprovechándote de nosotros, tienes que compartir tus técnicas. Si no, quedarás expulsado del grupo. Incluso, aunque perdamos dinero, por tu mala fe, te expulsaremos de las negociaciones hosteleras.
  Juan Chamorro tomó la palabra para decir que él no podía hacer una exhibición aquí en la habitación con el muestrario delante, porque si comenzaba a hablar, al final terminaría devorándoselo todo. “Incluso vosotros, tengo que decíroslo, aunque sois magníficos profesionales, no creo que resistáis la explicación conteniendo el  hambre que os provocaré”.
            - Por favor,  Chamorro, no trates de embaucarnos de nuevo. Para empezar, hemos cenado, no estamos hambrientos, y tú lo has dicho: somos profesionales. Esto es mercancía. Y tú sabes perfectamente,  porque eres comerciante como nosotros, que en el momento en el que te relacionas directamente con la mercancía estás acabado. Es una gran ofensa; una cosa es que seas un aprovechado y otra muy diferente que también te atrevas a poner en duda nuestra profesionalidad.

            -Está bien, -dijo el representante de charcutería- confiaré; pero tengo que advertiros que últimamente gracias al refinamiento de las técnicas de venta que he conseguido en este club, la gente compra mi mercancía con una compulsión casi violenta. Por eso, antes de que comience, me vais a jurar solemnemente por vuestro honor de comerciantes: primero, que me ayudaréis a contenerme, pero también a sujetar a quien se desmande, si alguno se desmandare; y que después os llevaréis de mi habitación la mercancía, porque yo me conozco, y no respondo de mí mismo.

Todos juraron, mirándose de reojo, censurando la exagerada exigencia.
 Entonces Juan Chamorro comenzó a hablar de los buqués y de las tersuras del jamón serrano, y de las vetas de fino tocino que eran su custodia; encumbró el sabor de los lomos sazonados en barril, de la consistencia de sus fibras apretadas; describió el roce de los minúsculos saquitos de grasa del salchichón cular, de la suavidad del pimentón traído de los mejores secaderos de la Vera, cómo ornaba el paladar, de los oréganos agrestes, de los vinos de Cariñena que sazonaban el adobo de las longanizas, del fuerte regusto a sal gorda de  la paleta secada al frío cortante de la sierra.
  Todas estas alabanzas las brindaba Juan Chamorro sujetando cada pieza de chacinería o embutido y apoyándola en la tabla, simulando que partía una raja y ofrecía al comprador, igual que hacía en su trabajo con los minoristas:
            - Pero pruebe, pruebe usted, no se contenga.

            Y no se contuvieron: los tres se lanzaron como si fueran un solo hombre asilvestrado, a arrebatarle los embutidos. Como fieras hambrientas, olvidaron quitarle el cuchillo y devoraron con uñas y dientes las viandas con tal avidez imperativa, que no es posible que llegaran a degustar la pureza de los buqués, ni la suavidad de los pimentones, ni el  monte de los oréganos, ni la frescura de la carnes santificadas por el frío natural, ni el saber hacer, ni  el tiempo justo de curación...
  Entonces Juan Chamorro, despojado, arrinconado y con sus caninos igualmente estimulados por la narración que acababa de hacer, intentó penetrar en aquella jauría carnívora a disputar las cecinas, sin apercibirse de que aún portaba el cuchillo. En su pelea desencajada por los despojos de un chorizo cular que mordisqueaba mi tío Inocencio, lo rozó con el cuchillo. Aunque nadie se dio cuenta en caliente, sumergidos como estaban en aquel furor carnívoro, de que mi tío comenzaba a  desangrarse.
    Todos siguieron comiendo y  peleando en una bacanal de sangre fresca y curada; pero no se detuvieron  hasta que húbose terminado la última piel del último embutido.
            Tendidos, ensangrentados, engrasados, rebozados en el fragor de sus propios restos confundidos entre los huesos y pellejos de aquellos manjares chacineros, se quedaron dormidos los cuatro, como chapoteando en un éxtasis de colesterol. Fue Mauricio Bachiller el que llegó a escuchar, en un breve paréntesis de su delirio porcino, las últimas palabras de colmado placer agónico que exclamaba mi tío dirigiéndose a Juan Chamorro:


            -¡Maño!, sólo nos ha faltado el pan.

2 comentarios:

  1. Un espléndido relato, enhorabuena. Me voy a limpiar la sangre que me ha salpicado... o a relamerla...

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  2. La lástima, y pido perdón por ello, es que lo publiqué en dos trozos y puse los bueyes detrás del carro. Ando un poco despistado.

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