lunes, 24 de marzo de 2014

EL CLUB DE LA EXCELENCIA VENDEDORA (1)

Fue la primera vez que recibí un cheque por un premio literario, me lo premiaron en la facultad de Filosofía y letras de Cáceres, y está dedicado a mi amigo y corrector Pablo Martín Arteaga.


             EL CLUB DE LA EXCELENCIA VENDEDORA

 Mi tío Inocencio,  como también lo había sido mi abuelo, fue un vendedor de raza, un maestro en la palabra exacta para mejorar la apariencia, un prestidigitador de deseos. Fue por esto su carácter no pudo soportar bien la proliferación de  supermercados autoservicio, ni de grandes almacenes, donde las mercaderías se venden o se desvenden solas, dejando arrinconado el arte milenario de mediación interesada entre las cosas y las gentes.
Estos establecimientos habían sido la principal causa de que se tirara al monte que todavía quedaba sin ajardinar por el marketing directo y las cadenas franquiciadas; así, se hizo representante comercial. También es que le gustaba viajar: no puedo olvidar las impresiones que conseguía recrear en mí con aquellas narraciones del olor al aceite de almazara impregnándolo todo al cruzar en enero la provincia de Jaén, ni las imágenes de cuento de los hayedos navarros que, entre su colorido otoñal, no cesaban de destilar el agua más limpia; ni el estampado geométrico de los viñedos de La Mancha, que desafiaban con sus ramas de hojas verdes al sol inclemente de julio.
Mi tío era un hombre simpático, ordenado y limpio en grado sumo; manejaba la plancha con la misma destreza que mi madre y, con el peine mojado en agua, esculpía, más que ordenaba, sus cabellos. Se ateclaba no desde una verdadera convicción interiorizada de la higiene o de la elegancia, sino como una exigencia de su profesión; y es que se consideraba a sí mismo como un mismo todo dentro de  la exposición que lleva a la venta. Esto, a pesar de que en su concreta actividad económica -representaba brocas y esmeriles, discos de radial, y piedras de pulir- seguramente no se precisaba de tanta pulcritud como él empeñaba.

            En sus andanzas fue coincidiendo con almas gemelas que se habían lanzado como él a la carretera, a vender a las tiendas aisladas de cadenas y catálogos uniformizadores. Así trabó amistad con Don Aniceto Torrent, representante de Lencería y Corsetería de Sederías Tarraconenses; y con Mauricio Bachiller, delegado comercial de Calzados de Albacete.
 Como sus intereses mercantiles no colusionaban en ningún aspecto, decidieron asociarse como demandantes  para constituir un cártel de presión a hostales y restaurantes. Negociando en conjunción, podían obtener más bajos precios a cambio de mejores servicios.
La amistad siguió profundizando entre ellos; así, para evitar ser robados, también se ayudaban a poner a salvo, subiendo a sus habitaciones, los muestrarios; que no sólo eran valiosos en sí, sino que su eventual robo hubiera supuesto la pérdida adicional de días de trabajo, al tener que acudir de nuevo “a fábrica” a reponerlos. (Lo cierto es que el que ayudaba era Mauricio Bachiller, que no tenía que temer ningún robo, salvo los que pudieran venir de amputados de pie izquierdo, ya que todos los zapatos que portaba eran del pie derecho y así lo rezaba el disuasorio cartel puesto en letras muy gordas en ambos lados de su furgoneta: “CALZADOS DE UN SOLO PIE”).
 Dado que en los tres compañeros la profesión coincidía con la vocación, las conversaciones del fin de jornada ineludiblemente versaban en torno a las anécdotas y prácticas del trato comercial. Como vieran que el resultado de este diálogo estaba produciendo  trasvases provechosos de tácticas y tretas - que fructificaban en incrementos de sus carteras de clientes y de sus cifras de pedidos- decidieron institucionalizarlo creando un club profesional de retroalimentación de prácticas comerciales. Cada socio en su habitación, los lunes, martes y miércoles, haría una teatralización para los demás de su presentación y venta;  los otros actuarían como clientes poniendo objeciones propias, y también las de la idiosincrasia del lugar que estimaran oportunas. Sus técnicas y maneras prosperaron tanto que ya empezaban a percibir como los comerciantes minoristas, estando ya convencidos de que iban a comprar, les dejaban seguir, recreándose con su arte, quizá sólo por placer o pero más probablemente también apuntando mentalmente esas tácticas para, a su vez, reproducirlas ante sus compradores.
            Los miembros del club llevaban tiempo coincidiendo con un representante de jamones y embutidos de Calamocha llamado Juan Chamorro. En poco tiempo, se produjo la inevitable aproximación del club a él y de él al club. Se frotaron la manos: con un cuarto viajante las negociaciones del paquete de servicios con cualquier hostelero podrían llegar casi hasta la extorsión.
Como no podía ser de otra manera, también fue invitado a participar en el club de la excelencia vendedora. Ya el primer lunes, día en que correspondía  la representación de Aniceto Torrent, todos se felicitaron de la incorporación. Habían encontrado otro socio ideal: celebraban  cada objeción o matización del neófito, entrecruzando asentimientos, guiños y  miradas cómplices que venían a decir: “buen fichaje” “sí, éste es de los nuestros”.
 El martes, el día de mi tío, sucedió lo mismo, pero el miércoles a Juan Chamorro empezaron a notarlo ansioso, más tenso en sus apreciaciones, sin duda responsabilizado ante su representación del día siguiente; quizá temeroso de que  sus observaciones críticas de ese día pudieran volverse contra él en su debut. Pero los fundadores esperaban con interés al jueves para ver qué matices podía aportarles la exposición de las virtudes chacineras del muestrario del turolense.

  Pero esa noche Juan Chamorro les recibió en su habitación consternado por un suceso que le había sido relatado, y, que a su vez repitió a los demás con una narración tan cautivadora y profusa, que hizo que se extendiera  a lo largo de una hora, dejando a la concurrencia completamente exhausta y sin ánimos para escuchar la proyectada exhibición comercial.
            La desgraciada historia versaba sobre un accidente de tráfico en la niebla, sucedido en la provincia de Orense. Un pequeño derrame de aceite hizo resbalar a un coche que bajaba una cuesta hasta hacerlo chocar levemente con la valla quitamiedos. Medio minuto después otro coche, que no llegó a chocar, se detuvo a auxiliarle advirtiendo del peligro que entrañaba permanecer allí. En ese momento, los dos conductores escucharon aterrorizados el motor de un camión que seguramente se venía hacia ellos. Sin dudarlo,  saltaron la valla quitamiedos, con la desagradabilísima sensación última de que  sus pies no hallaban un talud de tierra, ni siquiera un terraplén de piedras, sino un enorme vacío de veinte metros, que terminaba en la ribera de un arroyo, donde estrellados sus cuerpos desconocidos, estuvieron dando alaridos y lanzando espasmos por diez segundos más, hasta su colapso definitivo. Entretanto, el camión, al tener mayor superficie de ruedas y por tanto de agarre, había logrado detenerse sin demasiados problemas. El camionero señalizó la zona para evitar nuevos choques, pero no entendió qué hacían allí dos coches abandonados encima de un viaducto, hasta que, ya producido un atasco y retirada parcialmente la niebla, alguien adivinó, abajo en el arroyo, dos cuerpos entrelazados.

   Lo que más pesar les causó a los viajantes fue que, a los efectos del seguro de accidente, serían considerados como suicidas y sus familias se quedarían desamparadas y sin indemnización.

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