jueves, 13 de febrero de 2014

REALISMO MÁGICO DE MENTIRA

Es parte de la memoria apócrifa de la guerra de Piedralaves (Ávila) que uno de los mayores rojos se hizo millonario a consecuencia del sangriento conflicto del 36 al 39. Y es que, igual que las moscas nunca le fallan a la mierda, la rapiña humana florece espontáneamente, sin necesidad de óvulo ni simiente.

En 1942 bajaba la garganta de Piedralaves trufada de billetes de cincuenta y de cien pesetas. Era invierno, la niebla se estaba levantando y Jacinto sembraba ajos en su huerto ribereño cuando vio el milagro flotante  que discurría río abajo. Soltó el azuelo y el taleguillo de semillas y se frotó los ojos. Estaba despierto mientras aquellos papeles navegaban sinuosamente sorteando las piedras y haciendo tobogán en los rápidos. Jacinto miró a su alrededor, y se dio un tortazo en la cara: no era un sueño, aunque todavía, y a pesar de la sensación del picor en el lagrimal que le producía el olor a ajo, volvió a frotárselos porque, realmente, era un “sueño” lo que estaba viendo. Pero, al  abrirlos de nuevo, las abarcas ya se le fueron solas, pegando brincos hacia el río, como si estuviera loco.
Más que un sueño de él era una chaladura de otro: ¿Quién podía tener esa cantidad de dinero en el pueblo? ¿Quién podía ser tan descuidado como para haberlo perdido,  tan loco como para haberlo tirado? Imposible preguntarse y responderse tanto mientras aquellos billetes seguían la gravedad de la corriente camino del río Tiétar. Jacinto y se gritó: ¡San Isidro! ¡ruega por mí! y penetró en el gélido líquido. Como quien pesca truchas a mano consiguió, de primeras, agarrar uno: era de verdad. No importaba que  se hubiera calado ya hasta más arriba de las rodillas y completamente los dos brazos. Con un solo billete de cien tenía de sobra para botica: cada billete equivalía a todos los jornales de un mes amontonados. Desde el agua vio más que seguían bajando,  se guardó el billete mojado en la faja, y volvió a encomendarse a San Isidro para seguir persiguiéndolos casi como si le fuera la vida en ello. Desde el otro lado del arroyo, la Tía Isabel, que segaba para llenar un saco de hierba para sus conejos, vio el loco baño invernal de su paisano y, entornado los ojos también, atisbó que parecían na menos que  billetes flotando, eso que quería pescar Jacinto.
Más despacio, por las dificultades con las sayas y su más inapropiado calzado femenino, bajó al arroyo, olvidando casi todas las composturas de mujer casada y  los más que justificados temores a resbalar, caer y empaparse. Según se acercaba, veía las caras de los santos de algunos billetes y, en otros, el reverso de  escudos, símbolos y floripondios. Era un espectáculo  entre el ansia y la angustia, ver cómo se balanceaban en la corriente mientras Jacinto perseguía a manotazos, y agarraba, ya completamente calado, el segundo billete de cien. Más gente, desde otras fincas y casas se estaba fijando en la extraña actitud de estos pescadores de fortuna, y se encaminaban, mirando con atención la inusitada urgencia con la que sus convecinos trataban de capturar algo flotante.
A medida que se acercaban y podían atisbar con más claridad la naturaleza monetaria del asunto, precipitaban su paso. El escándalo de sus carreras repicaba la atención en más público y  al final hubo recorriendo el arroyo diez o doce personas, algunos con palos para apoyarse y no caer, y para remover el suelo y las ramas. Nadie tuvo ya la misma suerte de los  que llegaron primero, Jacinto había pescado 950 pesetas y media pulmonía, Tía Isabel llegó a 250, lo mismo que Aurelio, mientras que Valentín,  Eulogio y Goyo, pescaron billetes de cien, y Balbino y Gaudencio encontraron sólo uno de cincuenta cada uno; según se dice.
Nadie se movía de la ribera del hallazgo. Muchos siguieron río abajo, pero los que acertaron más fueron los que remontaron hasta el puentecillo, donde se dijo que se habían encontrado otros siete u ocho billetes en el lecho, enganchados en la vegetación o arrugados contra las piedras. Las gentes miraban en el  torrente, todos con movimientos bruscos y desconfianza hacia los otros: por poco no llegó a darse el caso de que alguien se peleara. Eso sí,  cuando salieron los muchachos de la escuela, sus padres también los mandaron “a rebusca”. Muchos, casi los ochenta muchachos, hicieron novillos rebuscando billetes, pero sólo Vicentín se encontró uno de cincuenta.

Nadie de los agraciados quería dar demasiada información sobre el asunto,  y es fácil que muchos declararan menos billetes de los que realmente recogieron. Porque todos sabían que el dinero, -una pequeña fortuna-, no podía haberse criado como los peces en el río; era de alguien y, seguramente, los parientes de ese orate al final lo reclamarían, con lo que la consiguiente obligación de un buen vecino, y aún de los malos, sería devolverlo, porque la alegría de un golpe de suerte como el recibido aquella mañana, no puede ser nunca comparable a la definitiva ruina de un “chalao” dilapidador.

Así que, por un tiempo, la gente guardó en casa los billetes, no fuera a ser que se los pidieran.  También la cosa podría traer algo de música con los maquis y en Piedralaves todo el mundo tenía todavía demasiado presente que cuando llegaron los nacionales habían aparecido demasiados muertos en las cunetas por hacer “nada o casi nada” en aquel mes y medio de la guerra civil que fueron parte de la "dominación roja", así que tampoco era cuestión de tentar la cuerda con la Guardia Civil  que, a la mínima,  acusaba a cualquiera de colaborar con “los bandoleros”.

Pero al pasar las semanas y nadie preguntar por los billetes del río, los afortunados empezaban, unos a hacerse planes, y otros, directamente, el saborete inmediato de sus rendimientos.
Un mes después, Eulogio, que había decidido llevar a ingresar su billete al Banco Español de Crédito de Arenas de San Pedro, volvió apesadumbrado.
-¡Que no vale! Que mi billete no vale, y que me han dicho que, seguramente,  los de los demás tampoco.

Era dinero capado. Alguna gente -en Piedralaves había habido unos cuantos luchando en el bando rojo que ya estaban libres-  sabía perfectamente que algunos billetes que se emitieron en la guerra, no tenían valor, y que eso se sabía por el número de serie y venían escritas en el Boletín Oficial del Estado.

Así pasó. La gente, fue llevando billetes a Arenas con la esperanza de que no se convirtieran en un triste papel con monigote como el de “Logio”.
Pero todos, absolutamente todos los billetes, incluidos los de cincuenta, pertenecían a las series sin valor.

Jacinto (“el Afortunao” empezaron a llamarle con sorna desde entonces)  tuvo una pulmonía de tres semanas. A poco estuvo de entregar la vida, para evitarlo le tocó empeñarse por aquella cuenta de botica que creyó tener ya pagada con el primer billete. Mientras, se pasó el tiempo de sembrar ajos, tantos días pasen de enero, esos pierde de ajos el ajero.

Las cosas en los pueblos casi siempre se terminan sabiendo. Y se vino a saber que los locos promotores de aquel escándalo debieron ser gente de fuera, que habían venido en un taxi, (en el mismo que se volvieron para sus sitios, después de oírse algunas voces fuertes dentro de una casa). Y se supo también que eran “rojos”: no podría haberse ocurrido esta terrible broma, más que a gente con tan maluta, tan destructiva, quemadora de santos e iglesias, tan generosa, pero con lo que no era suyo.

-Sí -replicó alguien- los anarquistas no querían el dinero, lo mismo que no querían gobierno, ni iglesia, ni guardia civil...
-Lo que tú digas bobato! Nadie ha visto nunca en ningún sitio a ningún anarquista, ni en los tres años que pudieron estar más en su salsa, tirar un billete. Otra cosa es que tumbaran santos y quemaran altares,  pero de verdad ninguna persona puede contarte de uno que siquiera se encendiera un cigarro, ni con los de peseta. El dinero es el único dios verdadero y para él  no hay religiones, ni partidos, ni sin-partidos como los anarquistas.

No eran anarquistas los arrojadores de dinero y, si lo fueran, no tiraron dinero con valor, eso bien lo sabían: habían sido sobrados los intentos que habían hecho de que ese dinero les valiera para algo. A ellos, un par de años atrás, les había sucedido el mismo entusiasmo y, más tarde, la misma decepción  que a los paisanos mojados de Piedralaves, desde que lo tomaron de un banco de Teruel.

¿Pero a qué venían unos forasteros a tirar el dinero hasta nuestra garganta de Nuño Cojo, para que venga a pasar por medio de nuestro pueblo? ¿No tenían  más sitios donde preparar el alboroto?

Las cosas más extrañas, aún las más complicadas de entender, también en los pueblos se terminan sabiendo o, cuando menos, se medio barruntan. Sí: en estos casos, se emplearán varios años soltando cavilaciones al amor de la lumbre o sentados a la puerta al fresco del verano, pero algún hilo se saca, eso de todas todas. Que sea unívoco el veredicto de todos los sabios lucubradores es más difícil.

Y es que unos años adelante, B. un rojo del pueblo, que había luchado y perdido la guerra con los rojos, nacido pobre, -su padre no tenía más que cuatro malos cachos de tierra-, un triste jornalero sin papeletas para prosperar, parece que dicen que decían tenía un local en propiedad en la calle Serrano de Madrid y otros añaden  que quizás también un piso alto en la Gran Vía. Todo eso lo empezaron a decir cuando, a principios de los 50 se hizo una casa disparatá de grande y buena, en el pueblo.



B. se retiró en septiembre de 1936 con más prisa que otra cosa del Valle del Tiétar por un fundado temor a las represalias, o quizá  por el deseo de encuadrarse en el Ejército Popular de la República para continuar la lucha. Por eso, poco más de un año después, se vio contribuyendo con su lucha a que  se retirara por primera y única vez el ejército nacional de una capital de provincia: Teruel. Él fue de los primeros que entró, caviloso, oliendo la pólvora reciente  y escuchando esporádicos tiros. Antes de que se asentara la situación militar, los cuatro  de avanzadilla que le acompañaban, vieron un banco con la puerta reventada por una granada de mortero y,  rápidos de reflejos, terminaron de tumbarla. Siguieron dándose prisa en violentar cerraduras y cajas fuertes, buscando y al final, hallando, ese género con el que suelen comerciar los bancos. Registraron ávidamente, hasta que sintieron llegar el grueso de la autoridad republicana de ocupación que se estaba haciendo cargo del orden y también del dinero de los bancos. Les había dado tiempo tiempo a sacarse escondidos algunos fajos entre la guerrera.  La cantidad se contó esa misma noche: había 25.250 pesetas, que se repartieron igualitariamente. El piedralaveño y un camarada de Madrid escogieron y se quedaron con su parte en billetes más nuevos, sin saber entonces nadie que eran series emitidas por el gobierno de Franco en  Burgos, mientras que los otros tres, que eran del mismo pueblo, Linares de Jaén, se quedaron con su parte en los billetes un poco más viejos. Cada cual los llevó, bien pegados al cuerpo, por diferentes frentes, hasta la rendición de 1939. Un jienense murió luchando en Vall d’Uxó y el madrileño  fue fusilado en las tapias del cementerio de la Almudena. Pero los otros dos linarenses, enseguida de salir de la cárcel  habían comprobado que Franco había suprimido el valor de cambio de determinadas series republicanas, es decir, de  su dinero. Los dos republicanos de Linares buscaron primero al madrileño y averiguaron que,  desde  1941, cinco mil cincuenta pesetas buenas  ya no se podían pedir por allí.
Pero quedaba Piedralaves. Y B. -creían ellos- no se lo podía negar: todos habían sido camaradas, habían sufrido y perdido la misma guerra, habían delinquido juntos en aquel banco, se habían salvado la vida en varias ocasiones,  no era justo que  después de compartir aquel arriesgado negocio, ahora uno fuera muy rico y los demás igual de pobres. Esa cantidad repartida entre tres daba para un comienzo digno de nueva vida. Los de Linares trajeron su parte del dinero para demostrar que no habían podido gastarlo, como argumento para hacer un nuevo reparto.
Pero B. tuvo la suerte de estar acompañado por su hermano, ya que  al recibir la visita estaban los dos partiendo leña para el invierno de su anciana madre. Y dos hombres, con un hacha en la mano cada uno, tienen un argumento bastante sólido para invocar a Santa Rita, lo que da no se quita y lo hecho, hecho está: aquel reparto se hizo y aquellos billetes estuvieron pegados a su cuerpo piedralaveño otros dos años más; así que eran suyos. Además, B. alegó el gran riesgo que corrió de que le hubieran podido pillar dinero fascista en una faltriquera cosida al lado del corazón. El piedralaveño y su hermano tuvieron toda la conversación alzadas las hachas; así a los visitantes no se les pudo ocurrir amenazar y levantar otra cosa que la voz. Los antiguos camaradas se volvieron con el rabo entre las piernas. Y al no haber sido una visita deseada, ni siquiera B. les dio dinero para el taxi.
Quizá por no tener ya más problemas con aquellos papeles, más bien para poner en evidencia al enriquecido nuevo en su pueblo, los tiraron por el puente al agua. 
Sólo los que vivieron aquellos tiempos de penuria pueden imaginar el afán con el que algunos pedralaveños intentarían pescarlos, ignorantes de que los billetes eran vanos.

Porque no podía ser cierto, contaba al final de sus días Tío Jacinto mostrando su descrédito sobre la justicia divina, que cayera algo del cielo a Piedralaves, ni siquiera en compensación por haber hecho tragar tanta desgracia.

2 comentarios:

  1. ¡Vaya historia! Y pobrecillos, los de Linares.

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  2. Que no hubieran dejao matar a Manolete en su plaza de toros. Aunque creo que eso ocurrió después.

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