viernes, 8 de noviembre de 2013

FRANCISCO UMBRAL

Dentro de unos años, -es demasiado joven para eso, (aunque a Albert Camus se lo dieron con menos edad)-  me sumaré a los que justamente pidan el Nobel para Antonio Muñoz Molina, pero no podré reparar la injusticia de no haberme sumado a la petición del Nobel para Francisco Umbral, que no sé si alguien hizo pero que lo mereció, y quizá  más de lo que lo vaya a merecer el de Úbeda.
Aunque varios amigos míos a lo largo de la vida  le gustara con delirio, aunque yo siempre haya encontrado y contado de un artículo en mi poder desde el año 1982 que contenía una de las más lúcidas disecciones sobre la Guerra Civil, yo siempre vi, o quise ver,  al hombre del Spleen en Madrid, de El País, o las contraportadas de El Mundo, donde a base de adjetivos de trazo categórico, pseudogenial y siempre remarcando los nombres en negrita, describía a la remanguillé la actualidad más caduca de la gente guapa o estruendosa de Madrid, pontificando desde el dandysmo de sus innumerables poses: foulard rojo, botines, citas en francés, ostentoso pelo largo, voz pomposamente grave. Omnipresente en los platós de televisión, emulaba a   Dalí, que inventó el modelo de artista escaparatista, emputeciendo su profundidad con cualquier majadería útil para llamar la atención.


Atesoro 11 libros de Umbral, otros los he leído de bibliotecas. Se me olvidó fotografiar "Las palabras de la tribu" 

Umbral se hizo definitivamente famoso por, en un Talk show, exigir vehementemente que se hablara de su libro: “yo he venido a hablar de mi libro” y eso es lo que quedó en la recurrencia de las citas populares que para siempre quedan en las cabezas más simples.
Umbral es uno de los mejores poetas de la segunda mitad del siglo XX en mi idioma, y digo esto sin haber leído un verso suyo, si es que los tiene. Es el mejor prosista poético que yo haya leído. Creo que la poesía, o la lírica, es aquel fragmento que apetece releer inmediatamente, aunque se haya entendido; precisamente porque se ha entendido y uno quiere volver a gozar con su belleza. De este género, Umbral tiene a millares, porque aunque escribió decenas de libros en prosa, no fue novelista. Ninguna de sus innumerables novelas pasará nunca al cine. Si era narrador no tenía de historias con argumento. Yo no le recuerdo argumento,  ni siquiera, en sus biografías “Cela, un cadáver exquisito” la de Larra o la de Lorca  (y mira que es difícil): son miradas poéticas, aunque también cotilleo, y temo que puede que pase a la historia popular como inventor del cotilleo poético.
Es un narrador personal, un bloguero de altísimos vuelos y ya no me resisto más a copiar esto que escribió a los 49 años, mi edad actual:
La vida, admitámoslo de una vez, no nos deja nada, salvo una experiencia que sólo es aplicable a nosotros mismos (al “nosotros” que fuimos, ni siquiera al actual) y unas cuantas instantáneas de lluvia o de sexo. Me paro, a veces, a considerar mi edad, y tengo la sensación de que el tiempo se ha acumulado  injustamente sobre mí, como aquel cargador a quien le han dado la carga más pesada. Lo malo del tiempo no es que pese, sino que pesa inútilmente. Por eso resultan tediosos los predicadores cotidianos de su experiencia. Somos intransferibles.
(...) El gran fiasco de la vida es que el tiempo –eso tan sutil- se nos va transformando en peso mientras que las sutilezas desaparecen. Algunos contra eso, que quizá sólo intuyen, tienen el remedio de repetir y repetirse. Contar y cantar un momento afortunado de su vida, para que todo el mundo se entere. Son máquinas tragaperras. Se les echa una palabra amable, convencional y nos premian  con el lote completo de sus experiencias mecánicas, de sus recuerdos automatizados. La edad no es un bosque sombrío y hermoso, visto a la salida. La edad es un vacío y un peso, un vacío que pesa. (...)
El presente es tozudo. El presente está ahí, aquí, como en la primera semana de la creación del mundo, es belleza convulsa que no sabemos si se consolida o se disipa. Y aquí está toda la doméstica filosofía de este libro. En vivir/escribir, por penúltima vez, la fiesta actualísima del presente, ese dragón azul y deslumbrante, que reaparece todas las mañanas, emboscado en el bosque de la edad.

Es el libro La belleza convulsa, quizá tan bueno y sentido como Mortal y rosa. Es su muerte la que nos viene narrando, columpiándose en la hipocondría:


Remolino aórtico de mi ser, Gulf stream,  de mi sangre, ese nudo loco y rojo, heredado, hecho y deshecho en mi corazón, siempre, a lo largo de toda la vida, por remotos esparteros de la muerte.
Un soplo aórtico. Ahora los médicos lo llaman un soplo. La palabra se desliza sola hacia una gran variedad de imágenes fáciles. La muerte que sopla en la llama de mi sangre, etc. Dejémoslo, no sigamos por ahí. Lo difícil de la literatura es evitar lo fácil. Aparte de que esto no es literatura, sino un electrocardiograma, prefiero (hasta en esto es uno hijo del estilo, es estilo es uno) mi vieja noción de nudo, de agolpamiento gordiano de la sangre, que un día vendrá el guerrero a cortar con su espada vieja y nada victoriosa. He sido siempre el ahorcado de la soga roja de mi sangre. Los padres, las madres me lo advertían. Nudo indesatable que nos hemos pasado los hombres de la familia, unos y otros, como en una familia de suicidas.
No me asusta ese nudo, sólo que ahora lo escucho, lo siento y me deleito sintiéndolo, y en la juventud ignoraba su punzamiento, sin dejar de estar punzado, vivía sobre una arritmia como el que vive con el reloj adelantado o atrasado y el tiempo no le deja tiempo para  poner el  tiempo a tiempo.

(...) Paseo mi corazón, como a veces mi gata. Ya somos dos, en tanta soledad, en esta cima alta y desertizada de la vida, donde se respira mejor, y el crepúsculo intenta cada día, sin lograrlo, componer una alegoría de la muerte. Pero la alegoría es un género caducado y ya ni los crepúsculos saben componer alegorías. 

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