domingo, 25 de agosto de 2013

En el verano de 2004. RECUERDOS DE UN TRABAJO BASURA. (1)


(En la época en la que engordaba la burbuja inmobiliaria había esto).

Llevaba un año viviendo en Béjar y prácticamente no conocía a casi nadie, así que no tenía que darme vergüenza de nada. Me apunté en el Ayuntamiento a una lista de peón de trabajos municipales para cuatro meses. ¿Pero te vas a apuntar a eso? Me dijeron los pocos conocidos que tenía: ¿No sabes que va lo peor de lo peor? Los llaman los gachós.
No habiendo otra cosa, quiero trabajar. Al menos allí me cotizarían a la seguridad social no podían ser ilegales. Lo fueron, aunque en mi nómina mensual constaban líquidos poco más de 500 €.
Había un examen, y era en el campo; en el paredón de la finca de “el Bosque”. Una oposición muy distinta a todas las demás a las que yo haya asistido. Para empezar, en el grupo de 80 apuntados encontré como unos 25 gitanos, etnia que yo nunca he visto en ningún proceso selectivo, pero cuyos votos dicen que controla muy bien este alcalde. Entre estos, había algunas señoras de más de 50 años, gordas de gruesos pechos y largas faldas oscuras a quienes costaba mucho trabajo imaginar cargando un saco de cemento, moviendo piedras o echando paladas de tierra en la mezcladora. Había ya entonces, para mí, reconocibles alcohólicos callejeros poco o nada rehabilitados, muchachos con cara de loco, flacos endémicos y también creo que algún obeso mórbido, y alguna que otra mujer joven muy dubitativa de su papel y de su buena fama en este grupo de gentes variopintas que miraba para fuera como deseando algún milagro o al menos que no la viera nadie allí.
La mayoría de los convocados estaba fumando en corrillos mientras esperaban haciendo comentarios sobre que este año se iba a pagar menos. Bueno, en el sueldo nos engañarán, pero lo que es en el trabajo…

También había jóvenes con aspecto norteafricano y su correspondiente complexión recia y nervuda; los únicos con los que podría haber tenido una competencia reñida. Pero poco después oí decir que iban a seleccionar a 60. Ninguna duda me cupo entonces de que, aunque fueran sido sólo diez  los seleccionados, yo entraría en el grupo.
Vinieron bastante tarde a examinarnos, indicio del desprecio que les producíamos, eran el encargado de obras y una funcionaria con una lista y un bolígrafo. Sacaron dos pares de hoces y la mujer empezó a nombrar gente, el encargado les indicaba la hoz y les decía dónde cortar. Con muy mal “espelde”, que dirían en mi pueblo, los candidatos daban golpes con ánimo de cortar la hierba. El espectáculo era, en general, grotesco: algunos no terminaban de agacharse y casi no acertaban en el pasto otros daban sin fuerza y algunos con una fuerza desproporcionada que no tenía nada que ver con el ritmo y la tarea. Unos se reían de otros. Yo pensaba que estaban suspendiendo “la prueba” pero no, muchos “aprobaban”. Bastantes, sabiendo lo fácil que estaba,  no se lo tomaban en serio, sabiendo que el encargado no podía de ninguna manera rechazarlos. A quienes tenían maneras de buenos trabajadores el encargado les cortaba enseguida, a quienes usaban la hoz de cualquier manera, o con escaso empeño, les dejaban seguir más. Entonces, las risas de sus compañeros hacían que alguno se volviera malencarado. Las gitanas viejas eran patéticas, no obstante aprobaron a una. Yo, que había segado en mi pueblo, no estuve ni quince segundos. ¡Venga, vale!, me dijo el concejal, como extrañado  de encontrar un tipo tan entero como yo.




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