lunes, 10 de junio de 2013

Laura Restrepo. Colombia.


 

El pasado día 23 de abril, fiesta del libro, encontré este ejemplar de la colombiana Laura Restrepo, La novia oscura, por un euro. Mi voracidad compradora estaba ya más que satisfecha con otros que llevaba en una bolsa pero, la prestigiosa editorial Anagrama y el saber que la autora era sudamericana, me impulsaron a examinarlo. Que en la contraportada hubiera un comentario muy elogioso de Gabriel García Márquez determinó que se me hiciera irresistible echarlo a la bolsa.

Tengo un centenar de libros de literatura hispanoamericana – más de la mitad sin leer-. Cada vez que compro cualquier libro, incremento  una deuda que me oprime, también porque el espacio en mi casa se va colmatando. La única manera de conseguir un cierto bienestar espiritual es leerlos y contemplar en mis paredes que aumenta la superficie de libros conquistados por mi conocimiento, ya sea para decirles “no vales para tanto y algún día te revenderé” o para declarar que resultan una joya que honra mi biblioteca, joya para que herede mi hija, o para prestar a algún amigo con especial recomendación.

No era ésta la primera sensación al leer La novia oscura. Trata de un asentamiento de prostíbulos que se ha adherido a una explotación petrolífera  de un lugar remoto de Colombia. No llega a ser realismo mágico, pero sí costumbrismo exótico desbordante, para mí sospechoso de hiperbólico.

Aunque el libro se lee muy bien, -es del estilo de Gabriel García Márquez  quien lo calificó de lectura irrefutablemente placentera. (y eso que en alguna entrevista oí al escritor  que procuraba evitar los adverbios terminados en “mente”)-, yo me estaba preguntando si me interesa tanto una historia de hipercostumbrismo prostibulario como para 412 páginas, que se parecían demasiado en la decoración, ritmo, respiración, al gran Gabo. ¿Por qué no releer al original, en lugar de enfrascarme con una imitadora?.

 

Pero me paré a recordar un comentario de mi principal proveedor de libros -Luis Felipe Comendador-, que ha estado hace un par de meses en Perú, y en algún momento de su viaje paró por la Amazonía, sitio donde me confesó haber pasado bastante miedo ante los personajes patibularios y las situaciones limítrofes con la muerte violenta por cualquier cosa; incomprensibles para los que vivimos en el  racional y plácido geriátrico europeo.

Su comentario era más o menos que, aunque parezca increíble por exagerado, lo que aparece en los libros es verdad y, a veces, hasta se queda corto. Creo que esa opinión –tomarlo como si fuera verdad-  empezó a gravitar sobre mi lectura y me convenció para seguir disfrutando, y lo he conseguido.

 

Para recomendároslo copiaré el instante en que uno de los protagonistas se rebela contra las insípidas bolas de arroz que da de comer la empresa petrolera a sus obreros, que va a ser la gota que colme el receptáculo de las humillaciones y explotaciones:

 

Si antes sólo gratitud y sumisión había sentido, de repente hoy, con esa bola de arroz en la mano y tomándole el pulso de la indignación de los demás, encontró motivos de sobra para la suya propia.  Por primera vez reconoció que el mundo, amable tal vez para otros, había reservado para él una cara hostil y se animó a querer que las cosas fueran distintas; él, el Payanés, que sabía rehuir el sufrimiento con tanta valentía, o según se mire, con tanta cobardía; él, que despreciaba a los quejumbrosos, que desconocía el descontento, que desdeñaba a tal punto el dolor que era incapaz de detectarlo cuando lo llevaba encima; que no se permitía soñar sino cuando estaba dormido, hoy de repente se dejaba arrastrar por el furor y resentía en los huesos la crónica humedad de sus hamaca en esas noches sofocadas de la selva, tan cortas que no brindaban descanso, y odió la soledad de sus días demasiado largos entre tantos hombres que, pese al hacinamiento, no se acompañaban; supo de un cansancio del que nunca antes se había permitido saber y, por primera vez desde que salió de sus distante ciudad de Popayán, se dio el lujo de añorar a aquellos que no había vuelto a ver.

-Pues sí, qué carajo. Yo también estoy harto –reconoció y quiso cobrarle a la vida cada una de sus rudezas y sus mezquindades, y echarle en cara a la Tropical Oil Company los mordiscos que el exceso de trabajo le pegaba a sus músculos exigidos hasta el calambre, y el ruido atronador de las máquinas que le congestionaba el cráneo y le secaba el pensar, y la rutina de galeote que tan de buena gana había aceptado y, ante todo, el peso negro de ese cielo que cada noche lo envolvía lejos del abrazo de ....

 

Aunque es la descripción de la toma de conciencia clásica, la concietización, nadie se me asuste: no es un libro político; es de pasión. No digo más que parte del cabreo del Payanés es por amor celos y despecho. Por eso lanzará la bola de arroz contra el retrato del presidente de la Compañía Petrolífera desencadenando una huelga.

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