martes, 19 de marzo de 2013

ES LA TERCERA VEZ QUE VUELVO A ÚBEDA

O la cuarta, aunque la primera vez no me enteré que había estado. Parece que cuando me angustié con la lectura de Plenilunio -allá por el 97 o el 98- también andaba por sus calles. No fui consciente: el terror de aquel secuestro no me dejó disfrutarla, ni siquiera descubrirla.

Estoy acabando de leer El Viento de la Luna de Antonio Muñoz Molina, y me lleva ahora de su mano de niño entrando en la adolescencia. Como es más bajito, los edificios y las calles son más grandes, los veo mejor, me impresionan más. Más que en El Jinete Polaco, mi primera visita consciente, cuando Antonio me llevó entre los finales de su instituto y los veinticinco años; todo más desubicado, etílico, incierto, encrucijado, como es el despertar a la vida adulta.

 

Entre medias fuimos a Úbeda la real, la de la muerte de san Juan de la Cruz, la del lejano nacimiento de Joaquín Sabina, la del arquitecto Vandelvira, la de los conventos, la de los olivares y la Sierra Mágina “los cerros de Úbeda”, donde se pierde a flotar la vista impresionista de quien se asome.

Es un placer volver a asomarme a las ahora más dibujadas calles de Úbeda-Mágina, cuando han sido ya de mis pies, de mi cámara de fotos, de mi familia. De nuestras tres noches de camping, prolongadas una más. El encargado me dijo que no es que venga mucha gente, pero la mayoría terminan prolongando un día o un par de días más. Era cierto: lo veíamos en las caras de unos alemanes y de unos suizos compañeros de aquel camping en las afueras, (también de despertares de un maldito gallo madrugador, “jodio pavaroti” le llamaba yo) y de ojos deslumbrados, cuando nos encontrábamos con ellos en la plena monumentalidad.

Ahora yo, leyendo El viento de la luna, siento el pasear por sus calles más familiar, y recuerdo el anochecer y las luces que se encendían y el recreo en la plaza de San Lorenzo sentados frente a aquella grotesca fachada testigo de los juegos de Antoñito Muñoz Molina. En este libro conozco mejor a su familia y a sus vecinos, y los caminos que le llevaban y traían porque a nosotros nos llevaron y nos trajeron otra vez, el día de propina que nos dimos sólo para  repasar y paladear.

 

Ya lo he escrito: siendo yo tan viejo parezco un poco tonto, idolatrando tanto a un hombre vivo, que no es superdotado como Paco de Lucía o Silvio Rodríguez; y que le admiro porque ha escrito cosas que yo hubiera podido perfectamente vivir y también escribir, un tipo corriente, degustador del habla popular de nuestros mayores, y con una capacidad de observación tan perspicaz como otra cualquiera, o sólo un poco más. Necesito decirme que no es para tanto, y que me parece más brillante la escritura de Luis Landero (pero ya no lo sé, hoy Muñoz Molina me llega más, al hacer inmersión en su memoria encuentro la mía mejor que en la de Landero).

Memoria: también sale su memoria de la guerra civil y resulta calcada a la que yo he descubierto en el Barranco. Con sus matices, eso sí. Cada español consciente, nacido en el siglo XX, debería encontrar su pieza de puzzle, que la tiene. Como no todos lo hacen, a los iniciados se nos apodera una voracidad por llenar los huecos que otros no hicieron el esfuerzo por ocupar.

 

No sé si escribí en otros momentos, que no quise ver imágenes fotográficas de Úbeda antes de ir allí, quería mis ojos vírgenes, y juro que fue inolvidable desvirgarlos frente a sus piedras soleadas.

 

Pero hoy da tanto gusto ir de la manita de Antonio Muñoz Molina por su pueblo, por la puerta de Granada y los pilones donde lavaba la ropa aquella gitana rubia mientras él pasaba montado en el mulo de su padre, que ahora se me vienen las piedras de verdad como si hubiera estado yo con él allí mismo, en aquel momento.

Esto es lo recreativo de la literatura. Yo también soy un artista leyendo.

 

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