martes, 26 de febrero de 2013

25 de febrero de dos mil trece.



Diréis que acabo de caerme de un guindo, pero esta tarde soy considerablemente más humano. Ahora en la anchura de mi humanidad, me cabe querer –de verdad- haber abrazado fraternalmente a un negro en agradecimiento por haberme enseñado tanto de mi ignorancia y de mi encubierta inhumanidad. Tan solo una hora y cuarto que dura el viaje del autobús de Salamanca a Béjar y parece que me ha hecho encontrar un hombre nuevo -y más verdadero- dentro de mí.
 

Él aparentaba no ser nada más que un indolente negro que escuchaba música con sus cascos.

Era la primera vez que yo me sentaba al lado de un negro, ¡en mi vida!: qué paleto soy, ¡que paleto era! Un negro senegalés a quien quería preguntar por qué en los dos últimos meses se ven tantos negros en Béjar.

Uno siempre tiene miedo al rechazo y más aún al ridículo del rechazo. La verdad es que poco me importaba que me hubiera rechazado este negro, mucho más que el que lo hubieran visto otros blancos o blancas, algunos ya conocidos de vista, que iban con nosotros en el autobús. Pensé que quizá no supiera bien el español y ese fue del primer error que me sacó aquel ser humano, un prójimo acosado que poco después me dio a entender que agradecía que me hubiera sentado a su lado y que no buscara otro sitio cualquiera, haciendo retirar la mochila o el abrigo de cualquier viajero de mi raza,  ya bien acomodado.

 

Él tampoco  sabe por qué hay tantos negros en Béjar y me ha dicho que es la persona menos adecuada para preguntárselo, porque ellos le podrían decir ¿y por qué me lo preguntas tú,  sabiendo, como tienes que saber, lo incómodas que son este tipo de preguntas para los extranjeros que vienen a buscarse la vida?

¿Qué haces aquí?

¿Por qué no te vas a tu país?

¿Cómo te atreves a perturbar nuestra existencia con tu presencia?

 
Este negro senegalés de 25 años se llama Yimi, y vino en cayuco, no solo vino en cayuco con 130 compatriotas, sino que además no sabía nadar y tuvo que estar 10 días navegando en ese barco artesanal con un solo motor, poca agua y menos comida: los nervios y la ansiedad le quitaban a uno la sed, más sabiendo que había poca agua.

Dice que no durmió en todo ese tiempo porque las olas lo hubieran tirado, doscientas cuarenta horas de acosadoras olas que los calaban periódicamente. Algunos tenían que quitarse la camiseta pegada al cuerpo porque les rozaba y les irritaba la salmuera que se adhería al tejido. A su lado acechaba la muerte en forma de tiburones de verdad que se lanzaban vorazmente ante cualquier cosa que cayera del cayuco.

Al llegar a Tenerife la Guardia Civil los detectó, los subió a un barco guardacostas y les dio camisetas nuevas.

Entre aquellos 130 no había patrón ni marineros, los de la costa sabían más que los de tierra adentro, y ayudaban más: eso es todo. Todos juntaron  sus ahorros; aquel cayuco era una cooperativa cuyo destino era no volver nunca a Senegal.

Nadie mejor que Yimi podría explicar como en el mismísimo trópico de Cáncer el frío  puede atravesar de noche los cuerpos mojados lo mismo que el famoso cierzo zaragozano. Nadie mejor que Yimi a sus 25 años podría abominar de la inconsciencia que hace que un muchacho de 17 años, sin saber nadar, se embarque en esa aventura. Dejó su documentación en su patria, si hubiera traído sus papeles de Senegal le habrían deportado allí. Al no poder demostrar las autoridades españolas que eran de un país o de otro, no podían devolverlos a ninguno. Ahí está el truco.

Nadie me ha explicado el racismo como él, lo hacía con una media sonrisa -para mí casi inexpresiva- pero yo veía la hiel en el interior de sus ojos enrojecidos cuando me contó que una tarde estaba vendiendo en una acera y una mujer le tiró un cubo de agua y lo dejó empapado. Aunque  un compañero, -también mojado- quería ir a pegarla, él prefirió llamar a la policía, pero lo que pasó es que llegó un coche patrulla y le pusieron las esposas. Le tuvieron dos días en el calabozo. Allí le dijeron –le han dicho tantas veces- que si no tiene papeles no no tiene derechos, y él repite como una obviedad revolucionaria, que es un ser humano, aunque los policías le replicaran que no, que es un animal. Le han dicho tantas veces, con tanto desprecio tantas cosas, -cierra los ojos con amargura- que repite constantemente eso de que un ser humano. Creo que necesita repetírselo o, al menos, repetírmelo. Mirando a su injusticia,  tragando saliva, me acuerdo de aquella hermosa frase cristiana: “lo que hacéis al prójimo, a mí me lo hacéis”. 

Es estremecedor escucharle, uno no sabe donde agarrarse, detrás de qué argumento defenderse, de qué democracia hablamos, de qué humanidad, de qué mundo: la única verdad es que eran blancos como yo maltratando a negros como él.

Tiene pendiente una orden de expulsión –le he interpretado entre líneas- que se tramita desde Valencia, o Alicante, desde dos mil siete. Le exigen que vaya allá y él se niega, me cuenta que los valencianos son muy racistas y que en Salamanca y en Béjar nadie se ha metido con él en estos cuatro años, que está muy a gusto aquí, aunque sea pobre  y tenga ya 25 años y muchas ganas de trabajar para ganar dinero, aunque sienta que se le está escapando lo mejor de su vida sin llegar a conseguir aquello que creía que le esperaba en Europa.

 

¡Qué vida!, y hace sólo cinco horas yo hubiera despreciado sus puntos de vista con un “que se vaya a su país”.
Lo más cómodo es creerse sencillamente bueno y no buscar la complicación de la verdad. Porque si la buscamos sinceramente hallaremos ciénagas como ésta.

Yimi es inteligente, tiene sentido del humor, sabe francés, inglés y español. Aunque ha pasado muchas veces por Guijuelo no ha probado el jamón. No lo hará nunca por respeto a sus padres: es musulmán. Añade que abomina del integrismo yihadista; para él ser musulmán es respetar, no pegar, ni matar. Ser musulmán es ser bueno, y él lo es (o a mí me engañó)

Nos hemos dado la mano dos veces, me daba cierto remordimiento cinco minutos después ir a lavármela, pero es que tenía que comer.

No sé si yo soy tan solidario como me he creído cuando le estaba escuchando.

 

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