martes, 21 de junio de 2011

El opio de los niños.


Hace 31 años se me podría haber visto bastantes tardes en el bar “El Águila” mirando  a una pantalla donde mi amigo Barreiro destruía asteroides sumando puntuación, hasta que eran demasiados y le copaban. Entonces sonaba una música catastrófica y a continuación salía la maldita leyenda de “game over”. No es que me interesara, pero era mi amigo el que tenía adicción a esos juegos. Afortunadamente, los cinco duros no le duraban mucho más de diez minutos.
Estoy seguro de que hoy más del 95% tienen una videoconsola portátil y la mayoría de ellos tienen además una consola de sobremesa. Hoy el jugar a videojuegos no está limitado por el “game over” y los cinco duros por partida. Nunca me gasté yo nada en estas cosas, pero tengo que reconocer que era mejor entonces, al tener una medida. El jugador debía ser muy cuidadoso en el juego, por economía. Ahora pienso que la generación de Barreiro será más responsable de todos sus actos que los niños actuales, porque éstos pueden ver destruido su mundo sin ningún drama, ya que tienen la posibilidad de reiniciarlo ilimitadamente.

Y lo hacen. Hay hoy muchos niños adictos a los videojuegos y  parte de su niñez se les va mirando esas pequeñísimas o medianas pantallas. Su realidad será en muchos casos ese mundo que conquistan o defienden de la invasión, o el laberinto lleno de peligros y sorpresas; aunque por la globalización, y por lo asequible, son los mismos mundos en los países desarrollados o subdesarrollados.
No creo que sean buenos: mi hija está en el 5% que no  tiene esos artefactos por culpa de la concienciación de sus padres. Se siente discriminada y se nos queja. De todos modos, juega como una posesa si algún amigo se la presta, o cuando nos toma el teléfono móvil o el de sus abuelos, donde también hay juegos. Tampoco sé si podemos estar equivocándonos y le quedará una frustración por ello.
Queremos preservar su vista y su tiempo, aunque hay padres que nos hablan de las bondades educativas de estos ingenios. Tienen hasta el juego del ajedrez, aunque nunca han visto a sus hijos jugando a eso. Son más atractivas otras batallas pensadas directamente para la consola. Yo creo que en muchos casos es una liberación para los padres, no tienen por qué perder el tiempo jugando ellos con los niños. Así disponen de tiempo libre para hacer tareas del hogar, leer un libro, echarse la siesta o ver una película. Con estas guerras de marcianos la paz está garantizada.
Algún día hablaré más de este tema. Ahora  acabo diciendo que quienes más aprecian la difusión de las maquinitas portátiles son los conductores de autobús. Ahora los niños de excursión no dan guerra, no se levantan ni molestan a los demás. A quién le importa si se pierden el paisaje.

1 comentario:

  1. Con estas cosas no se termina de saber. Nosotros somos de las primeras quintas con acceso permanente al medio televisivo. Crecimos viendo la destrucción masiva en Vietnam. Jugábamos con juguetes de guerra como siempre se había hecho. Tendríamos que ser unos salvajes partidarios del genocidio. Y, sin embargo, el pacifismo surgió entre la difusión masiva de lo que pasaba en Vietnam. Después de aquellos desastres humanos difundidos en la tele, ahora las guerras se ocultan, se parecen más a eso de los marcianitos, los periodistas son apartados del terreno.
    Antes, la generación de nuestros padres y abuelos no tenían tal acceso a los medios de comunicación y, sin embargo, vivían en un mundo que idolatraba lo militar y se aceptaban, más o menos alegremente, guerras reales: Guerra Mundial I , Guerra Civi y Guerra Mundial II, con todos aquellos machaques y exterminios.
    No me gustan mucho los juegos de computadora. A veces he echado algún rato jugando con emuladores de juegos tradicionales como el ping-pong o el billar. No sé… es posible que sean adictivos. Pero la vida es adictiva.
    Quizás el juego verdaderamente más siniestro conocido es algo que parece virtual, pero es real. Se trata del juego bursatil, el juego del mercado financiero, los juegos especulativos. Es como jugar a las tragaperras, pero con consecuencias reales. Un tipo da una orden y apuesta contra una empresa, una moneda, contra un país. Y sube la prima de riesgo y empobrece a personas reales que quedan en el paro y no pueden pagar su hipoteca, su alquiler o su comida. Pero no sabemos si esto es culpa del viejo juego de mesa del Monopoly, o el secreto está en alguna parte del cerebro.

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