martes, 2 de noviembre de 2010

El último viaje. Relato premiado por la Cámara de Comercio de Arévalo



El último viaje

Mas como fuesse mortal
metióle la Muerte luego
en su fragua.

Mi hermano Alfonso fue, de siempre, travieso y gritón; pero era también los ojitos de nuestra madre Isabel de Portugal;  meninno le llamaba.
Y se reía con él; ¡cómo se reía! daba gloria verla: “es un príncipe, meninno es un príncipe”.  Yo también me reía con mi hermano: era mi  principito, aunque todos sabíamos que el príncipe real fue nuestro medio hermano Enrique, veinticinco años mayor que yo; el feo primogénito de mi señor padre el rey Juan II de Trastámara, cuya sombría madre murió temprano, quien sabe si para no tener que ver coronada la contrahecha obra de su naturaleza.
No era así mi madre, Isabel de Alviz, hermosa, lozana y de cabellos dorados, herencia de  su rama Lancaster,  que también había sido educada para parir un rey.   Rey de nuestra casa era Alfonsinho, desde el mismo día  del año  1453 que fuera alumbrado en Tordesillas.
A mí me había parido en Madrigal, un poblachón sin río, pero de calles  muy ordenadas y bien cercada de potentes murallas, guardesas de la generosa mies de su campiña. La desazón de mi madre, que esperaba un segundón, fue que  el fruto de su primer parto sería una segundona.
Yo, Isabel, he salido muy bien educada por mi madre, como dicen que debe ser la correcta crianza: con bastante frialdad y cariño sin alardes. Aunque no fue premeditado: si de dentro le salían a mi madre la frialdad y el poco cariño hacia mí, igual  le brotaban por doquier los mimos hacia  mi hermano.
Como infanta de Castilla, debía permanecer la medida de una vara castellana  por detrás de las faldas de mi madre, agarrada de la mano del ama que me cuidaba. No creo que nunca me consintieran salirme del tiesto; mientras él, desde que supo encadenar los pasos, siempre se adelantaba a los protocolos y hacía sus gracias, que nuestra pequeña corte celebraba y mi madre no reprendió nunca.
Impetuoso y osado, murmuraban en voz alta los cortesanos y visitantes: “como le dejen, este va derecho a por los moros de Granada y válganle, que si no le matan, los sacará de España”
Nos llevaron a criar a Arévalo, villa bien perfilada por dos cauces de ríos parcos. En invierno sus caudales ayudaban a echar sobre la ciudad un ancla de niebla, bajo, ella en las abundantes heladas, nacía la cencella. Entonces los árboles de sus riberas, las hierbas y el mismo suelo de tierra, erizan de plata la vista estremecida. A Alfonsinho le gustaba corretear haciendo crujir las espinitas de cencella del suelo.
A principio del mayo arevalense los ríos menguaban a arroyos, y en verano se acotaban a charcos que daban un tímido frescor trufado de cantos de ranas. En agosto los pobres batracios suplicaban histéricamente a Dios una tormenta que aliviara su estiaje. Por esos cauces del Adaja y del Arevalillo, se desbravaba mi hermano persiguiéndolas entre los juncos, con su espada de madera, en los  paseos que nos daban al atardecer.
Desobediente, hacía burla de los criados; no le daba la gana de abrigarse en invierno y en cualquier época  su  calzado estaba siempre a punto de romper, ¡qué pingües eran para el zapatero  sus potrerías! A mí, sin embargo, los calzados me duraban años; casi siempre mis pies los tenían que abandonar por pequeños. Mientras Alfonsinho  los reventaba intentando trepar a todos los árboles o pateando cualquier cosa; mis espinillas también podrían dar fe de esta última afición.
Le gustaba que le llevaran en verano a ver las eras. Le subían a los trillos, a veces se las arreglaba para convencer que le dejaran las riendas y la tralla para espolear a las bestias. Al final de las faenas acompañábamos al administrador que vigilaba que se apartaran para nuestro granero las rentas de señorío que correspondían a mi madre. El niño se divertía introduciendo las manos en los sacos de trigo y las más  suaves y cálidas garrobas, antes de que apartaran para el cura los diezmos y primicias.
¿Y por qué él tenía que ser mi hermano pequeño poderoso, gozoso y sin freno mientras a mí me tocaba ser la recatada y prudente? Sólo porque podía mear de pie y hacer letras con su chorrito de orín en los ladrillos de las paredes; hoy creo que muchas más dibujó presumiendo de letrado con su instrumento viril, que en los pergaminos donde nos enseñaban a escribir.
Yo era la hermana grandona y sin gracia. Quiero recordar los cariños de mi padre el rey Juan II, meciéndome en sus brazos; pero nació el niño de la risa, el heredero poderoso, y ahí quedé yo, en un rincón, creciendo en sobriedad y latines mientras que al meninno le hacían columpios y le montaban en ovejas amaestradas para que se divirtiera y, de paso, fuera haciéndose un jinete.
A Alfonsinho le dormían leyéndole libros de caballería y romances gallardos; y yo sé bien, porque más de una vez me despertó su bulla, que continuaba pateando y derribando enemigos en sus sueños intranquilos.
Poca tranquilidad permitían los años aquellos. A nuestra pequeña corte marginada y casi sin rentas empezaron a llegar noticias de nuestro medio hermano rey. Le habían casado con la pobre Blanca de Navarra, terreno donde no acertó a plantar descendencia. Más que eso: dicen que tenía un útil masculino tan apocado, que cuando, después de unos años, el Papa anuló su matrimonio, Blanca regresó a la corte navarra  tan doncella como vino al mundo.
Doncelleces y gaitas de las cosas viriles eran las políticas de los reyes: alrededor, los cortesanos y los grandes señores feudales, apostaban sus cartas para aumentar su poder en merma de la corona.
A mi mediohermano Enrique ya le decían “El Impotente”.  Empezaron a aparecer por nuestro humilde caserón  personajes principales con chascarrillos y diretes a regalar los ambiciosos oídos portugueses de mi madre Doña Isabel de Alviz, su madrastra; que ahora acariciaba y acrecentaba su primitiva idea de haber parido un rey. Entonces empezó a llamarle Alfonso, ya nunca más Alfonsinho,  ni meninno. Comenzó también a imponer que nuestros consejeros y los muchos nobles arribistas que nos visitaban le llamaran el Príncipe Don Alfonso. Cada vez era más grande el número y mayor la frecuencia de estos  visitantes. Decían lamentar nuestra marginación y la cortedad de nuestras rentas. Nos obsequiaban llenando nuestras menguadas despensas y escasos roperos. También nos atalantaban con algo más valioso, noticias o rumores sobre cualquier nuevo desplante cortesano ante la carencia en lo sucesorio de Enrique. Mi madre se frotaba las manos y afilaba sus uñas: su destino se estaba cumpliendo.
De nada parecía  servir que le metieran en el lecho real una nueva reina, Juana de Portugal. Enrique llevaba mucho tiempo sin poder cuajar la continuación de la dinastía. Cada año que pasaba sin preñar a la nueva consorte, se hacía más visible  Alfonso coronado. Alguien empezó a hacer circular el nombre de Alfonso XII, “el doceno” para quien surgían, como caracoles tras la lluvia, nuevos partidarios. Este mozalbete de ocho años, a quien los visitantes aturullaban con sus opciones de portar la corona de Castilla, sólo quería batir su espada de madera contra unos moros que su imaginación traía a la sala.
Poco tardaron en mandar al armero que le hiciera una espada de metal para que la blandiera con más brillo y también para que renunciara a batirse con todos los chicos de Arévalo. Mientras tanto, le acicalaban y le enseñaban a moverse como un rey. En buena hora el encargo había sido de una espada roma, porque furibundo, el principito perseguía con ella a los criados o a mi misma, cuando le reconveníamos de sus travesuras. Ya le habían hecho oír, y desde entonces lo usaba como argumento: que él era el rey y sólo Dios podía pedirle cuentas.
Al fin y al cabo, era un niño. Entretanto, había nacido otra niña, Juana, que continuaba la dinastía de los Trastámara. Pero los nobles que habían apostado por mi hermano no cesaron de venir a Arévalo a comunicarnos que  la tardía hija de la reina, que  tardó dieciocho años en concebir, no era del rey, “que no podía ser, que la plantó su valido don Beltrán de la Cueva”. En la Corte a media voz sólo se oía: “Juana la Beltraneja
 Al fin, se llevaron a mi hermano a Ávila a jurarle Rey Niño de Ávila, en la catedral, ante el obispo Fonseca, y con él los Zúñigas, los Carrillos, Pimenteles, los Manriques, el  Marqués de Villena y otros adalides de menor nombre, pero no de menor entusiasmo hacia nuestra causa. En sus idas y venidas, estos nobles reclutaban ejércitos y ofrecían sus vasallos. Arévalo crecía con una corte de advenedizos que alquilaban casas alrededor de nuestro palacio para brindarnos su protección y para agazaparse a la sombra de nuestro futuro. Pronto nos llevaron a Segovia, al Alcázar. Alfonso era, definitivamente, un mozalbete despótico, de oídos abiertos a toda lisonja, caprichoso y cada vez más dependiente de estas nobles garrapatas que se habían prendido a nuestro cuello. Cómo no iba a beber sus vientos, siendo un niño a quien no cesaban de obsequiarle con sedas y armaduras, y con los más hermosos alazanes de sus feudos que imprudentemente montaba solo o en compañía.
Claro, ¿y cómo no?, todos estaban prestos a regalar a su virilidad desde el primer momento en que apareciera. Traían mujeres hermosamente acicaladas, perfumadas, con vestidos vaporosos, desbocados en nombre de alguna licencia que tuvieran por ser de religión mora o judía, pero Alfonso aún sólo quería jugar a matarlas con su espada nueva. Era asqueroso ver como hombres hechos y derechos porfiaban en quien iba a ser el primer cortesano que hiciera el regalo de estrenar la hombría de mi hermano.
Lo malo fue que mi madre consentía todos los manejos: “que Alfonso debía saber su oficio, al fin y al cabo,  de semental. ¿Qué otra cosa mejor podía hacer un rey que perpetuar su linaje?; como nadie nace enseñado, todo entrenamiento lleva a la maestría”.
¿Y qué podía yo objetar con mis quince años? La pubertad me había alcanzado con todas sus dudas y compulsiones. Desde mis tranquilos paseos a caballo montada a la jineta, podía contemplar discretamente a los hombres que limpiaban la parva. Veía como brillaban sus espaldas y la tensa vibración de los recios brazos tostados levantando con el horcón la trilla hacia el poderoso viento, que se llevaba jugueteando la dócil paja, mientras el grano caía por su propio preso.
¡Ah! y yo, que tampoco era de piedra, me cuestionaba por qué no podía dejarme llevar como la paja. No, yo tenía que caer por mi propio peso, como grano trillado, aunque mis noches se llenaran de sueños rodeada de  músculos de hombres, que yo detenía -o acaso acariciaba- con mis manos. Perdía mi natural sosiego, entonces tenía que rezar, representarme el ardiente infierno, recordar los sermones y  repetirme obsesivamente el sexto mandamiento: “No cometerás actos impuros”.
La pureza debía acompañarme más a que a cualquier mujer hasta que fuera ofrecida y aceptada en matrimonio. Sólo entonces entregaría mi intacta flor de infanta de Castilla, derramada en una sábana nupcial para que el pueblo llano pudiera celebrar la exhibición en el balcón de la mancha de mi tesorillo de sangre. ¿Sería doloroso o gozoso aquello? Yo no podía preguntar a las criadas, ni tampoco a mi ama. Me quedaba mi madre, pero, para no variar, sólo se ocupaba de intrigar y en este terreno, que en su hijo estallara la hombría que le era exigible.  Yo sólo había de ser bien guardada para el postor más conveniente.
 Ya desfilaban grandes nobles,  unos abiertamente partidarios, otros deseosos de serlo, y también embajadores. Algunos aprovechaban el viaje para tantear pretendientes para desposarme y así lograr alianzas con mi hermano. Mi madre, siempre calculando la muerte de Enrique IV, empezaba a ofrecerme como fue ofrecida ella en su día. De esta manera, empezó a encargar retratos que aumentaran mi hermosura y disimularan mis faltas, para regalar a los príncipes de nuestra causa. Partían mis efigies a Inglaterra y Aragón, a Borgoña y a Portugal, mientras ella recibía las de mis correspondientes. Tengo que decir que alguna vez me enseñó retratos de aquellos mozos principales, pero no me dejó tenerlos conmigo. Decía que todos estaban embellecidos por el trazo mentiroso del pintor, obligado a enmendar a la naturaleza en beneficio de la política. Mi madre llegó a confesarme su gran decepción al ver en persona en el altar del matrimonio a mi señor padre Juan II,  mucho más feo que aquel retrato amañado que llevaron a Lisboa, cuando negociaban sus esponsales.
Se guardaba para sí los retratos. No era decoroso para una doncella como yo deleitarse en la soledad viendo representaciones de hombres.
Al cumplir catorce años, fue el 13 de noviembre de 1463, llevaron a Alfonso, ya hecho un hombrecito, a nuestro querido Arévalo. Allí cazaron perdices y faisanes, mandaron matar corderos y lechones, y se regalaron con vinos verdejos jóvenes y tintos viejos. No faltó ninguno de nuestros partidarios y el divino poeta Jorge Manrique, seguramente entre los vapores de la fiesta compuso unos malos versos
Excelente rey doceno
de los alfonsos llamado…
Dicen que mi hermano -esta vez sí- yació en orgía con una mora y con una judía y también con una pecadora cristiana. Ya no era más nuestro Alfonsinho, le había cambiado la voz y siempre estaba viajando, ora a Toledo o a Salamanca, o al villorrio de Madrid, en compañía de unos o de otros. Se desprendió de los criados de confianza. Ahora sus acompañantes eran escoltas, consejeros - o espías, ¡maldita sea! -  de los Zúñigas o Pimenteles,  o del Marqués de Villena; todos  jaraneros y obsequiosos, duchos en cualquier  danza, diestros lo mismo con el naipe que con la vihuela. Acompañantes más disipados y golosos no pudo encontrar nunca ningún adolescente de Castilla.
No estaba en las mejores compañías, y él lo sabía, pero también sería bueno y conveniente que escarmentara en su mocedad, aprendiera a ser él mismo y a desconfiar de estas familias que llevaban siglos asando sus venados en las cocinas reales. Algún día sería el verdadero rey de toda Castilla, y ya por entonces debería estar bien avisado de  trapacerías; que para empezar a andar había que arriesgarse a tropezar. En la última conversación que tuvimos se confió en mí, y eso todavía me extraña. Sin duda, ya era bien consciente de haber tropezado alguna vez en su camino. Me habló del vértigo del poder, de las maledicencias cruzadas que dirigían unas familias contra otras, pero que a él le aprovechaban, pues cada uno le revelaba su sucio juego, denunciando el juego sucio de los adversarios. Porque sí, todos parecían aliados, pero siempre con la condición de que  nadie lo fuera más que otro. Estaba aprendiendo a  mantenerlos en equilibrio; decía que ya podía considerarse aprendiz de la naturaleza humana y bachiller en las perfidias más sutiles de los poderosos.  Pero para ser un rey que merezca tal nombre, debería seguir estudiándolos hasta hacerse catedrático.
Tomamos entonces el tablero y las fichas, y me habló de torres y caballos, de alfiles y peones; de lo muy importante que era tratarles con respeto para servirse de todos ellos. Advirtió que él, impetuoso mozo como era, podía apetecer  el papel de la dama del ajedrez, moviéndose a entrar a saco a destrozar las huestes enemigas; pero concordó conmigo que debía ser el Rey, siempre protegiendo todos sus flancos con cualquiera de las piezas, porque en conservarle estaba toda la partida. Hablamos de do ut des, de aprender a decir no, de no dejar ver más que lo imprescindible la jugada que se preparaba, de un palo al burro blanco y otro palo al burro negro; esta le gustó: “ahora se va a enterar el Marqués de Villena”, y terminó con estas palabras: “gracias hermanina, por tu clarividencia; ojalá tuviera en el tablero que juego una reina como tú; seguro que estaría bien guardado”
 Yo creí que me había entendido, pero al día siguiente aparecieron dos jóvenes del partido del Marqués de Villena para proponerle un viaje a  Ávila: ocho leguas a caballo en pleno mes de julio. También iría con él uno de los Zúñiga, de quien nunca se separaba, y un apoderado de los Pimenteles. Sin pensar en lo que me había dicho y oído la jornada anterior, dijo “sí”. Le empujaba su mocedad, y el emular todas las ambiciones trenzadas por mi madre y sus partidarios.
Sucedió en seis leguas, porque de Árevalo le vieron salir bien galán en su caballo. En una aldea, de nombre Cardeñosa, pararon a darse descanso los hombres, agua y postura a las caballerías. Alfonso, fatigado, pidió yacer en una cama de la posada. No se levantó más de ella. La muerte quería pescarle y él  tragóse el anzuelo de ese maldito viaje. No niego que pudo haber sido el golpe de sol al que, imprudentemente, se expuso en aquellas seis leguas de cabalgada; otrosí es cierto que andaba la peste por nuestro reino, pero el médico que examinó su cuerpo dijo no haber encontrado bubones que le hicieran sospechar. Además,  el mismo médico se atrevió a indicarnos -en voz baja y mirando en derredor- que los colores de su rostro y el fato de su  último vómito le hacían barruntar arsénico. Hasta se aventuró a decir que unas discretas pesquisas le llevaron a pensar que el cebo pudo haber llegado a su boca en forma de trucha escabechada. Pero los otrora  entusiastas valedores de Alfonso, a quien pedimos auxilio para hacer justicia, sembraron dudas sobre el crédito del galeno, o  se miraron unos a otros, sin querer quebrar alianzas por arriesgarse a destapar culpables de la muerte de un rey que ya no sería. Hablaron de la peste o la calorina, o algún mal oscuro que se le hubiera arraigado en su afición al sexo femenino.
De nuevo, fuimos reducidas a dos pobres mujeres, dos isabeles  ahogadas en la pena. Nuestra corte, sin rey a quien adular, se desvanecía.
 Por confiado, Alfonso fue vano; pero su terrible escarmiento me enseñó a ser aún más cauta. Me correspondió desde entonces ser la Reina en el tablero de Castilla, pero yo sí habría de cuidarme con la prudencia de un rey. Sé que Alfonsinho estaba acercándose a la sabiduría y hubiera sido un buen monarca. Su sincero amigo Jorge Manrique, doliente trovador de Castilla, le escribió estos versos.
Mas como fuese mortal
metióle la muerte luego
en su fragua
Hoy veo yo desde mi lecho los humos de esa fragua, sus calores me corren ya por la frente; pronto me confundirá con los alfonsos malogrados que en mi vida han sido, mi hermano y también –no sé por qué no me daba cuenta de aquel mal fario- con el mismo nombre quise bautizar y así llamaba a Juan, mi hijo más amado. Conozco que en mi último viaje, camino de Granada, mis restos también recorrerán aquellas seis últimas leguas. Mando hoy que, en respeto de su muerte, mi cortejo fúnebre haga en Cardeñosa una parada.
Medina del Campo, veinticinco de noviembre, año del señor mil quinientos y cuatro
Yo, Isabel, Reina de Castilla.






Epílogo de Jorge Manrique (Gracias Jorge)


Pues su hermano el innocente
qu’en su vida sucesor
se llamó
¡qué corte tan excellente
tuvo, e cuanto grand señor
le siguió!
Mas como fuesse mortal
metióle la Muerte luego
en su fragua.
¡Oh juicio divinal!
cuando más ardía el fuego,
echaste agua.
JORGE MANRIQUE Copla XX, a la muerte de su padre.

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